Arte, Ciencia y Literatura

La lucha por el legado de Kafka

Benjamin Balint relata la polvareda jurídica que levantaron los manuscritos y derechos póstumos del autor

Cuando Henry James escribió Los papeles de Aspern poco podía imaginar que las tensiones de su historia –los avatares de un investigador para hacerse con los manuscritos de un escritor que custodia una vieja pariente– iban a repetirse (pero ahora de verdad) en la disputa por el legado de Frank KafkaBenjamin Balint (1976) ha rastreado los principales episodios de este culebrón desenmarañando sus enrevesadas inflexiones, mostrando una rara ecuanimidad hacia las partes litigantes y enmarcándolo todo en un apasionante contexto de cambios históricos y de interacciones culturales. De un modo parecido a cómo Gógol hoy es reivindicado como propio por Ucrania y Rusia, Israel y Alemania han pleiteado durante decenios por el autor checo y la albacea asediada ha resultado ser una anciana expatriada matusalémica que, desde su pequeño domicilio lleno de gatos, ha defendido su botín con uñas y dientes.

Cuando Henry James escribió ‘Los papeles de Aspern’ poco podía imaginar que las tensiones de su historia iban a repetirse con el legado de Kafka

Franz Kafka

Situemos los antecedentes de todo este embrollo. De sobras es sabido que Kafka encomendó a su amigo Max Brod deshacerse de todos sus escritos y que este desobedeció el mandato, se convirtió en paladín de su obra y tuteló su publicación póstuma. En todo caso, en 1939, Brod, viendo inminente la nazificación de Europa, hizo el equipaje con sus papeles más queridos (es decir, los autógrafos de Kafka) y salió a escape de Praga con su esposa rumbo a Palestina. En los siguientes años en Tel Aviv contempló el desmoronamiento de su viejo mundo austrohúngaro, perdió a su mujer, y supo del asesinato en los campos de exterminio tanto de su hermano Otto como de las tres hermanas de Kafka. Desubicado, capeó la crisis gracias a los Hoffe, una pareja checa también exiliada a cuya casa empezó a acudir los sabbat y a cuyas dos hijas tomó un afecto entrañable. Brod se ligó sobre todo a la madre, Esther Hoffe, empleándola como secretaria y compartiendo con ella su devoción más intensa, la maleta con los manuscritos kafkianos. Esther le ayudó durante años a clasificarlos –al parecer, sin recibir salario– y a cambio Brod se los cedió en vida, puntualizando que para mayor seguridad se guardasen posteriormente en cajas fuertes de Zurich y Tel Aviv.

Max Brod y Franz Kafka en la playa (Archivo)

Benjamin Balint se centra en la brega por la posesión de este tesoro a partir de la muerte de Brod en 1968. Queda claro que Esther Hoffe desde este momento se sintió doblemente acosada: por el Estado de Israel, que litigó enseguida contra ella e incluso la detuvo una vez en el aeropuerto de Tel Aviv; y por los kafkólogos que pululaban a su alrededor, ávidos por consultar los materiales. Reiner Stach por ejemplo no pudo emprender en su momento una monumental biografía de Kafka porque la ex secretaria de Brod no le daba acceso franco al archivo. Sólo faltó que en 1988 Esther Hoffe pusiera a la venta en Sotheby’s el manuscrito de El proceso . Tan codiciada presa se la llevó al final la universidad germana de Marbach, pero en el interín cundió el espanto en el gremio académico porque se corrió el riesgo de que tan valioso original fuera a manos de algún millonario caprichoso

Esther Hoffe se sintió doblemente acosada: por el Estado de Israel y por los kafkólogos que pululaban a su alrededor

En cualquier caso, Benjamin Balint se guarda mucho de criticar a la albacea de Brod (al fin y al cabo una de sus fuentes es la hija de Esther, Eva Hoffe), pero de su relato se desprende que mientras Brod administró el legado de su amigo con lealtad (y hasta veneración), las Hoffe (madre e hija) actuaron a menudo con arbitrariedad (y a veces paranoicamente), presionadas sin duda en exceso tanto por universidades y bibliotecas como por rifirrafes judiciales en que se vieron envueltas por activa y por pasiva. El último proceso se resolvió, por cierto, en agosto del 2016 y falló que la Biblioteca Nacional de Israel se quedara con todos los papeles, sin abonar encima ni un euro de compensación. Eva Hoffe le contó a Balint que tras el veredicto se sintió “como si me hubieran violado” y que, al parecer, a punto estuvo de quemar cartas y diarios, con lo que, según se mire, habría dado cumplimiento a la última voluntad del gran escritor pragués.

Cabe preguntarse: ¿qué habría opinado Kafka de este frenético forcejeo legal? ¿Habría pensado que Alemania, al pugnar con tanto denuedo por ellos, estaba intentando blanquear su pasado nacionalsocialista? ¿ Y qué le habría parecido la terquedad de Israel por poseer ese mismo legado? ¿Lo habría interpretado como una voluntad de utilizarle para que su reputación a escala mundial diera lustre a una nación necesitada de figuras intelectuales? Es posible que hubiera dado la razón a la poetisa israelí Lali Micheli: “Habría que confiar los manuscritos de Kafka a la luna”.

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