Locales

Literatura."La Señorita Victoria" el cuento más famoso de Cassandro Fortuna

No me gustan las cosas tontas ni triviales (tampoco perder mi tiempo miserablemente en placeres mundanos), pero la sonrisa de Victoria, aunque tenía un destacado matiz superficial de los que no me gustan, me impresionó de un modo tan subyacente, que sin poder evitarlo estuve tres días reflexionando sobre su vida, pese a lo poco que sabía de ella.

Por nada del mundo pude olvidar ese rostro joven y alegre. Tan joven y alegre como el rostro de cualquier persona que ha aprendido a vivir.

No me enamoré de Victoria. Quiero aclarar eso. No soy como todos. Ni siquiera me gusta. Peor aun su sonrisa me llenaba el corazón de pesar. Hay gentes así, según parece, y yo me había encontrado con una de ellas.

La conocí hace tres días solamente. Ella no obstante, no me conoce en lo absoluto (tampoco espero que lo haga). De todas maneras la conocí por pura casualidad.
Desde entonces mi vida tiene más significado. Debe parecer extraño, pero desde ese momento soy otra persona. Por eso es seguramente, que procuro ver a Victoria cada vez que tengo tiempo., aunque, como he dicho, ella no lo sabe ni remotamente.

Hoy, en las tempranas horas de la tarde, la he visto nuevamente. Nos miramos cara a cara. Al menos, yo la miré a los ojos. Pero estoy completamente seguro que no me vio. No significo nada para ella. Después de todo, en su condición a cualquiera le pasaría lo mismo. Lo sé. Por eso entiendo su indiferencia y más que nada su frialdad. Observándola me he dado cuenta que hay cosas que duelen porque sí. Son como latigazos. Pese a todo eso reconozco que ella es muy atractiva, se ve llena de salud. Una mujer completa. Tal vez perfecta. Yo no sé. Pero casi he llorado. Sentí espasmos nerviosos y si no estoy lleno de amargura es porque sé que su vida no es asunto mío, después de todo.

Sin embargo, se la mostré a todos mis hermanos. Hablé mucho de ella. Mi emoción era tan palpitante que hasta la imaginé niña, luego adolescente, llena de alegría. Solamente no quise imaginar vanidad en su vida. Pero casi la vi entre amigos, riendo, conversando con verdadero gusto, con novio, con sueños, con ideas. ¡Ah, Victoria! Tan viva y tan incrédula como todos nosotros. Tan mansa en una vida que se termina en cualquier momento.

Mis hermanos la han visto fascinados. Pero sólo luego de oírme hablar han dicho que ella es, realmente, impresionante (les ha pasado lo mismo que a mí). Lo único que no lograron precisar fue su edad. Ellos dicen que debe tener 23 años y yo digo que es más joven. Mis hermanos, empero, quieren que me olvide de ella. Mas no es cosa fácil hacerlo.

Ahora mismo estoy viendo a Victoria y me duele. Ella está sonriendo otra vez.
No dudo que aparecerá quien me vea como una especie de maniático que pierde su tiempo en retorcidas elucubraciones. Mas no lo soy. En efecto, reconozco que mi familia tiene toda la razón. No debo seguir sufriendo y pensando tan constantemente en esa mujer.

Al fin y al cabo Victoria es sólo una desconocida. Es más, ni siquiera es una persona de carne y hueso. Es, solamente, alguien que conocí hace tres días cuando recorté de un periódico la fotografía sonriente de una muchacha muerta.

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