Opinión

Yo estuve preso siete días en la fortaleza de San Juan y III/ Cassandro Fortuna

Cuando faltaban dos días para nuestra cita con un juez nos llegó una visita inesperada: Atilas, hijo del general Francisco Medina Sánchez, mejor conocido como "machetico",comandante de la Tercera Brigada del Ejército

Por Cassandro Fortuna

Tercera y última parte

En la segunda parte de estas entrega no conté que cuando estaba en aquella solitaria fría, desnudo y a oscuras una persona llegó hasta las barrotes de la cárcel. Se trataba de un hombre conocido por su apellido: Ureña. Encendió un fósforo y me entregó tres cigarrillos y un cartoncillo de fósforo.

-y esto? – le pregunté. Tomé los cigarrillos, aunque yo no fumaba

-Se lo mandó un preso para que se entretenga en esta soledad- me respondió.

-¿Ah, sí? ¿Y quién? No conozco ningún preso. Nunca había estado aquí- le dije.

-Mellín -me dijo-se llama Mellín- y se  marchó.

Ureña, un hombre joven, quizás tenía unos 40 años, estaba preso condenado a 30 años por el asesinato de una mujer. Para entonces los feminicidios no eran  muy tomados en cuenta. Estaba separado de los presos comunes. Nosotros en cárceles solitarias, apartados también, y él afuera, en ninguna celda, pero preso en aquel recinto carcelario.

Cuando teníamos uno tres o cuatro días en prisión nos sacaron al patio. Quise saber quien era Mellín. Y lo encontré. Era un hombre joven, tranquilo, pequeño. Me acerqué a él y me identifiqué y le dí las gracias. Él se quedó impávido. Hizo una señal afirmativa con la cabeza, sin mirarme, y se quedó completamente indiferente. Yo quería hablar con él, decirle que había sido una persona muy amable y deseaba ser su amigo y mantener esa amistad cuando saliéramos de aquel lugar.

Pero él no me dejó entrar a su mundo emocional. Durante muchos años después nos veríamos en las calles de San Juan, en diferentes escenarios, y él siempre me esquivaría. No quería ninguna amistad conmigo.

Al reflexionar sobre ese hecho comencé a pensar que Mellín diría “este no es un amigo verdadero, fue alguien al que le dí una mano sencilla en un momento difícil para él y ahora se cree en deuda conmigo. No me interesa”.

Pero esa  es solo una especulación. No tengo respuesta para su actitud.

Lo cierto es que tomé los cigarrillos y me los fumé. Pase toda la madrugada despierto.

Recuerdo que rasgué uno de los cerillos para ver qué, aparte de mí, más había en aquella celda inmunda y totalmente oscura. Me moví hacía atrás lentamente, y entonces paré en seco. A poca distancia había una gran cantidad de gusanos. No se movían hacia donde yo estaba porque cerca de los barrotes el piso estaba seco, y al parecer ellos necesitaban agua y humedad para trasladarse.

Cinco días antes de que nos llevaran al tribunal nos colocaron en una pequeña celda iluminada. Allí mis amigos y yo pasábamos los días hablando. Era lo único que se podía hacer.

La visita de Atilas

Cuando faltaban dos días para nuestra cita con un juez nos llegó una visita inesperada: Atilas, hijo del general Francisco Medina Sánchez, mejor conocido como “machetico”,comandante de la Tercera Brigada del Ejército, nos hizo una visita. Ostentaba el rango de segundo teniente, aunque siempre vestía de civil.

Tan pronto Atillas entró a nuestra celda  cambió nuestro estatus. Creo que llevó un vino. Y comenzó a hablar con nosotros como si estuviéramos en el patio de cualquiera de nuestras casas.

Charlamos de todo y nos reímos mucho.

Allí escuché uno de los oficiales contar cómo iban por la carretera San Juan-Las Matas y en siendo vacas o chivos que encontraran en las orillas las mataban y se las llevaban al general Machetico, quien las vendía, ya cocinadas, en un bar que tenía en la calle Trinitaria esquina Anacaona y  cuyo nombre era “El Bucanero”. Allí acudía un gran público a tomar ron y cerveza todo los días.

El juez

Para no cansar la historia llegó el día del juicio. El sistema procesal de entonces era diferentes al actual. No existían las medidas de coerción. Tampoco había problemas con las pruebas.Todo se quedaba a expensas de la íntima convicción del juez. La sentencia que este decidiera era aceptado como bueno y válido por el ordenamiento jurídico de entonces.

Para la época, 1972, no había sistema de transporte de los presos desde la cárcel hasta el palacio de justicia. Los reos eran llevados por las calles, esposados, con dos o tres guardias como custodios. El trayecto era como de un kilómetro y se hacía en unos diez minutos.

Nosotros no pasamos por ese trauma porque el pastor William de León nos llevó en su carro. Llegamos al palacio de justicia. Nos sentaron en el banquillo de los acusados. Llegó el juez, con toga y birrete y se  sentó en su sillón, frente al crucifijo con la figura de Cristo.

El fiscal ocupó su lugar. En la barra de nuestra defensa estaba el doctor Tomás Suzaña.

Comenzó el juicio.

Lo que recuerdo, en mi caso, fue que el doctor Tomás Suzaña fustigó el sistema de justicia. Criticó los  abusos de poder y a que a todo el mundo “se le considerara una mierda”.

El fiscal, tras acusarme de incitar a la violencia y al desorden, invitó al g-2 del ejército que me había apresado siete días antes para que ilustrara al tribunal sobre las razones de mi apresamiento.

Este me acusó de subvertir el orden público y mostró una serie de volantes que fueron tirados en la calle incitando a rechazar una comisión de la Organización de Estados Americanos (OEA) que visitaría el país dentro de unos días.

Y señalándome con su dedo índice derecho levantó el volante con su mano izquierda y dijo, de una forma sentenciosa y dramática : yo le encontré uno de esos volantes….a este!

El juez, un hombre ya muy viejo, que se negaba a acatar el mandato de los años, tenía los cabellos tintados de rojo y se empeñaba por parecer joven. Escuchó todo tranquilamente. Luego vino su decisión: que nos pusieran en libertad y que nos citaran para comparecer al tribunal, una vez más, dentro de 15 días para conocer la sentencia definitiva.

Se acabó el juicio, por el momento. Entonces volvimos a la cárcel para que se nos diera salida oficial del recinto carcelario.

Varias horas después estábamos todavía en prisión. Pensábamos que la orden del juez no sería acatada, como era usual durante los 12 años del gobierno de Balaguer, a quien el senado del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), durante el gobierno de Hipólito Mejía, le confirió el título de “Padre de la Democracia Dominicana”.

Entonces, un oficial llegó donde mí y me dijo, “el coronel Cristian Valdez quiere verlo”. Se trataba de un coronel, segundo a bordo en la tercera brigada, a quien le decían “el pinto” porque tenía problemas del hígado, y también le decían “Willy Mays”.

Al llegar a la oficina “del pinto” me encontré allí con mi padre, Teobaldo Fortuna Piña. Estaba completamente trajeado de  blanco. Impecable. Con un sombrero blanco, de fieltro, en una de sus manos, y unos lentes oscuros al estilo de los Kennedy.

Lo abracé. Él, además,me dio un beso.

Entonces “el Pinto” comenzó a darme un sermón de buen ciudadano. Comenzó diciendo: “Mire a su padre, se le nota por  encima de la ropa que es un hombre serio…y bla, bla, bla.

Moraleja: Todo aquello no había sido más que una cadena de eventos absurdos, en un país tercermundista. Un irresponsable, el G-2 que me apresó, le causó molestias al sistema penitenciario, a la justicia, al ejército, a la sociedad y a mi familia. Todo un cuadro de estupideces.

Lo primero es que yo no era líder de nada. Aquel G-2, hombre sin ninguna preparación, agarró al primero que encontró y lo involucró en acciones subversivas de forma canallesca. Agarraron a nadie. Sus jefes, un conjunto de irresponsables, y algunos de ellos delincuentes vulgares con ropa militar, se hicieron los locos.Con eso todos perdimos nuestro tiempo.

Nuestro apresamiento cargó aún más las cárceles de “presos políticos”, ello arrojó aún más odio de los civiles hacia las Fuerzas Armadas, puso a que se movieran los resortes de la justicia para conocer un caso sin fundamento suficiente, la sociedad misma se resintió pues yo era un joven muy conocido en la comunidad, y la noticia de mi apresamiento corrió como pólvora en todo el pueblo. y se comentó la gran injusticia que se había cometido conmigo. En mi casa la indignación era generalizada. A partir de entonces yo quedé mal visto por los calieses del régimen y por militares y civiles de menor rango que sabían que yo “había estado preso por comunista” . (Eso se reflejó el 17 de mayo de 1978 cuando el PRD ganó las elecciones y nos fueron a buscar presos.Mi padre y yo fuimos tirados en la camioneta de una guagua vieja, cargada de militares con armas largas y nos llevaron a la cárcel de la policía aquí y nos trancaron en la celda junto con Blanco Lora y Milito Arté, entre otros. Ya contaré esa historia y de cómo salimos libres).

En los sectores del alto balaguerismo en San Juan me trataron de forma diferente. Mi padre era muy conocido en la ciudad. Y esos sectores,sobre todo el que estaba enquistado en el poder político civil, me trataba cordialmente y hasta con cariño y me decían “mi hijo”. Yo tenía fama de escritor y poeta (habíaganado varios concursos literarios) y escribía artículos en el periódico “Maguana” que dirigía el veterano periodista don Luis Jimenez de León.

No volví a tener ningún problema de tipo político.En 1973 me fui a vivir a Santo Domingo. Retorné en 1978 solamente para votar. Me iba seguido. Pero conocí una muchacha preciosa, que recién cumplía sus 17, y me quedé unos cuantos días más.Nos hicimos novios y nos casamos. Aquellos pocos días que estaría en San Juan (que pensaba serían menos de una semana)  se convirtieron en 40 años, tres hijos y un nieto. Pero, esa es otra historia, que tal vez cuente otro día.

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