Arte, Ciencia y Literatura
Para los romanos, había un castigo peor incluso que la muerte o la esclavitud
En la antigua Roma, caer en desgracia podía implicar mucho más que la muerte: si habías dejado un recuerdo especialmente malo o incómodo, podían borrar tu recuerdo de la historia

Los emperadores romanos a menudo terminaron su vida de la peor manera, traicionados y asesinados por sus hombres de confianza e incluso por sus propios familiares. Pero incluso así, existía un castigo peor que la muerte: hacer como si nunca hubieran existido. Su nombre era raspado de inscripciones, su rostro picado en las estatuas, sus monedas fundidas y sus retratos sustituidos… Eso, en la antigua Roma, se llamaba damnatio memoriae, literalmente “condena de la memoria”.
La damnatio memoriae era un borrado deliberado de toda inscripción u objeto que demostrase que una persona había existido. El objetivo no era solo humillar al condenado, sino arrancarlo del tejido de la historia romana. En un mundo sin fotografías ni redes sociales, las inscripciones, monedas y monumentos eran el equivalente a la memoria pública: si los eliminaban, el recuerdo de alguien se desvanecía al cabo de pocas décadas.
Varios emperadores la sufrieron. Nerón, pese a su popularidad inicial, fue borrado de la historia después de su deriva hacia la extravagancia. Cómodo, que se creía la reencarnación de Hércules, fue asesinado y su memoria eliminada por el Senado. Geta fue borrado de todos los retratos por orden de su propio hermano, Caracalla. Pero quizá el caso más espectacular sea el de Domiciano: tras su muerte en el año 96, el Senado no solo mandó destruir sus estatuas, sino que se prohibió cualquier mención oficial de su nombre. Paradójicamente, muchos de estos emperadores que quisieron eliminarse de la historia se cuentan ahora entre los más recordados.
El proceso era meticuloso y, a la vez, chapucero. No estaba regulado por una ley formal, pero el Senado o el nuevo emperador podían ordenarla si el gobernante que acababa de ser eliminado había dejado muy mal recuerdo. Las inscripciones de piedra se raspaban, dejando huecos sospechosos. Las estatuas, a veces, se “reciclaban”: el rostro del condenado se picaba y se esculpía el de un nuevo emperador encima. Las monedas, más difíciles de destruir, se fundían o se limaban para eliminar la efigie. El mensaje era claro: el individuo había dejado de ser parte de Roma.
La memoria que no se pudo borrar
Y, sin embargo, la damnatio memoriae tenía un efecto secundario irónico. Al borrar a alguien, creabas pruebas de que había existido. Esas marcas de cincel, esas estatuas con el rostro arrancado, son hoy pistas valiosísimas para arqueólogos e historiadores precisamente por lo sospechosas que resultan y cómo invitan a investigar. En cierto modo, el intento de olvido absoluto ha sido un fracaso rotundo: recordamos a los “olvidados” precisamente porque alguien intentó borrarlos.
Este mecanismo no era exclusivo de Roma. En el Antiguo Egipto, faraones como la reina Hatshepsut fueron borrados de relieves y listas reales por sus sucesores. Y si saltamos muchos siglos adelante, en la URSS tras las purgas de Stalin, las fotos oficiales se retocaban para eliminar a los caídos en desgracia. Incluso hoy, con la facilidad de editar imágenes, persiste esa pulsión por reescribir la memoria.
La damnatio memoriae nos deja una lección importante: el poder no solo dicta el presente, también intenta moldear el pasado. Pero, como demuestran los huecos en los muros de Roma o las efigies picadas en los templos egipcios, el olvido impuesto rara vez es completo. A veces, lo que se borra es lo que más llama la atención. Y quizá, en ese acto involuntario, los condenados han ganado su pequeña venganza: ser recordados para siempre, a menudo más que aquellos que los quisieron borrar.
Tomada de National Gegraphi