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El horror vestía de sotana en Pensilvania. “Se quitaba el alzacuellos. Entonces podía hacer lo que quería”

Víctimas relatan la crudeza e impunidad de los delitos sexuales de sacerdotes contra menores en Pensilvania durante 70 años. El horror vestía de sotana. Otros425

Mary McHale, a los 17 años, se moría por los huesos de una compañera de clase. Le gustaba horrores, horrores casi en sentido literal, porque aquello, en plenos ochenta, en aquel instituto católico de Reading (Pensilvania) en el que estudiaba, la tenía hecha un manojo de nervios. Y cuando la chica en cuestión le correspondió y empezaron a verse a escondidas, ya se intuía derechita hacia el infierno. Si alguien podía escucharla, ese era el padre James Gaffney, su profesor y mentor. Un día, en el confesionario, le contó su secreto. Y así es como la historia de la primera novia de Mary, a la que 30 años después recuerda perfectamente, ya nunca fue la historia de esa primera novia, sino la historia del padre James, hoy de rabiosa actualidad, rabiosa, también, en sentido literal.

“Él empezó a usar mi secreto de inmediato, me dijo que teníamos que vernos de forma rutinaria para trabajar en ello”, relata McHale, ahora de 46 años. “Así empezamos a quedar, primero en el colegio y luego en su parroquia. Solía hablarme de sexo, tocarme sin motivo, se quitaba el alzacuellos y decía que, cuando no lo llevaba puesto, podía hacer todo lo que quería. El caso más grave ocurrió en la rectoría de la iglesia de St. Catherine. Cuando se fue la secretaria, cerró la puerta con pestillo. Me había dicho que tenía un programa que quería trabajar conmigo”.

Una foto de Mary McHale cuando era adolescente.
El “programa” del padre James constaba de un sobre grande que guardaba a su vez otros tres más pequeños. “El primer sobre pedía que contáramos nuestras experiencias sexuales, él fue contando cómo se masturbaba y otras cosas inapropiadas y yo conté. El segundo decía: señala partes del cuerpo del otro y di algún nombre. Y lo hicimos. Ya era tarde y le dije que me tenía que ir pero me contestó que no podíamos, que lo habíamos prometido… El tercer sobre decía que debíamos desnudarnos y valorar el cuerpo del otro. Intenté resistirme pero lo hice. Me quedé en ropa interior, me pidió que fuera más lejos, me negué y me dejó”.
El informe publicado esta semana tras dos años de investigación sobre abusos sexuales al menos a 1.000 niños a lo largo de 70 años en la Iglesia de Pensilvania ha revelado el colaboracionismo mudo de obispos, cardenales y altos estamentos eclesiales. Desde Pittsburgh hasta Roma, desde Reading hasta el Vaticano. Pero para Mary, el silencio le había herido por vías más complejas.
McHale cree que el sacerdote que acosa y agrede sabe lo que hace, que busca a aquellas personas con una vulnerabilidad y la utiliza. La noche del ejercicio de los sobres, volvió a casa y no dijo nada a sus padres. El cura, que estaba en la treintena, la empezó a llamar continuamente, a su casa y al trabajo, pero ella le rehuía. La insistencia hizo sospechar a su padre, a quien le acabó contando los abusos, pero la familia no informó a nadie, ni a la parroquia ni a la policía. La propia Mary les rogó ese silencio porque “tenía miedo de que revelara lo que le había confesado, me moría de miedo de que se enterasen de que era gay”.
Luego se marchó a la universidad y Gaffney se esfumó, pero su abuso la persiguió como una sombra. En los peores momentos, dice, cayó en el alcoholismo, pero en 2004 se recuperó. Y ese mismo año, un día en el trabajo, se topó en el periódico con la noticia de que una chica había denunciado al pastor, así que telefoneó al diario y se ofreció a ayudarla a declarar. El hoy exsacerdote —se quitó el famoso alzacuellos para siempre en 2015— figura en el informe que el fiscal general de Pensilvania presentó el martes. Hasta otras tres jóvenes le acusan. Es imposible calcular cuántas más puede haber, cuántas, como Mary, callaron durante décadas. Ella sigue viviendo en Reading, con su esposa. Y vive todo lo que está ocurriendo estos días, cuenta, como un florecer, como un poder.
Phil Saviano, una de las víctimas de los abusos en la iglesia de Boston, le ha llamado la atención estos días la presencia femenina en el foco de esta historia. “Me alegró ver que las mujeres agredidas estaban bien representadas en los medios, porque todavía oigo a gente que cree que todo este asunto es un problema de curas homosexuales que asedian a chicos adolescentes, creo que la Iglesia intenta distraer la atención del verdadero problema”, explicaba esta semana Saviano, el tipo que un día se presentó en la redacción del Boston Globecon una caja llena de papeles clamando a los periodistas que investigasen y a partir de ahí estalló el gran escándalo, lo que le convierte en uno de los principales personajes de la película Spotlight.

“Un depredador de niños”

Si se hiciese una película del caso de Pensilvania, el papel de Saviano lo representaría Shaun Dougherthy, origen del informe que el gran jurado ha elaborado durante dos años y que ha dado la vuelta al mundo esta semana. Hace seis años llevó a la fiscal del distrito de Cambria su acusación contra George Koharchik. Conoció al sacerdote en 1980, en la parroquia de Saint Clement, en Johnstown, cuando tenía 10 años. Él era el segundo de una familia de nueve hijos y Koharchik su sacerdote, su profesor de religión y su entrenador de baloncesto. Las agresiones se produjeron hasta que cumplió 13.
“Mi primera erección fue con el padre Koharchik. Sus manos a través de la ropa, en el coche, mientras conducía. Estoy convencido de que quería saber el día exacto en que era sexualmente maduro”, relata por teléfono Dougherthy, de 46 años. “Usaba el deporte para abusar de mí y de otros niños. Después de jugar, sabías que en la ducha iba a abusar. O en el coche. Nos llevaba a los entrenamientos y solía sentarme sobre su regazo para dejarme conducir. Y tocaba mi pene. Si le mirabas mal, te decía ‘mira la carretera’, y tenías 10 años, y estabas conduciendo mientras te tocaba…”. Con el paso del tiempo, el sacerdote acabó masturbándolo. Una vez, en la ducha, cuando ya tenía 13, le penetró con un dedo. Shaun le miró con severidad y Koharchik debió ver algo distinto en el chico porque no volvió a agredirle.

Jim Vansickle, en su casa de Coraopolis (Pensilvania), el viernes. A. M

No se lo contó a nadie hasta pasados los 20. Cuando se le pregunta por qué, lo explica como algo evidente: “Me crié como un católico irlandés estricto. Era nuestro cura, nuestro profesor, te enseñan a obedecerlos. Te dicen: ‘Haz lo que te digan, estos son hombres de Dios”.
Cuando este y otros casos llegaron al fiscal general, Shaun acudió a declarar y el gran jurado empezó a investigar. En agosto de 2015, la policía registró la sede de la diócesis de Johnstown y se encontraron con más de 100.000 documentos archivados plagados de denuncias. La historia de Dougherthy no forma parte del informe publicado esta semana, sino de otro hecho público en 2016, correspondiente a esa diócesis. En él se define a Koharchik como “un depredador de niños”.
El sacerdote sigue en esa ciudad y Dougherthy, propietario de un restaurante en Long Island, vive a caballo entre Nueva York y Pensilvania. Cuando se le pregunta cómo ha conseguido salir adelante niega la mayor. “Esta es una pelea de por vida. Un día estás bien, otro, mal. Un día, muy bien, otro día, muy mal”.
La lucha que une a muchas víctimas es la de un cambio legislativo que acabe con la limitación temporal a la hora de llevar a un agresor sexual ante un juez. El legislador demócrata del Estado, Mark Rozzi, víctima a su vez de abusos por parte de un clérigo, está impulsando la iniciativa. Mary McHale o Shaun Dougherthy no pueden denunciar a los suyos. En Pensilvania, las personas que sufrieron abusos de niños pueden demandar por la vía civil hasta 12 años después de la mayoría de edad, es decir, hasta que cumplen 30, mientras que la vía penal está abierta hasta cumplir los 50. Así, muchos afectados no pueden acudir a los tribunales por esta causa, pero sí servirá para que lo hagan las nuevas víctimas.
Como le ocurrió a Mary McHale, Jim Vansickle leyó el nombre de su agresor, David Paulson, muchos años después en una noticia del periódico. Fue este año, porque habían vuelto a acusarle. “Reviví durante una semana esos 37 años de silencio y frustración y decidí que tenía que ayudar a esos dos chicos, es lo más difícil que he hecho en mi vida, en marzo salí y conté mi historia”.
Una foto de adolescente de Jim Vansickle junto al anuario y el informe del gran jurado. A. M.
En su casa de Coraopolis, a media hora de Pittsburgh, guarda su anuario, de 1981, y una fotografía de un adolescente con mucho pelo que sonríe cándidamente. Pese a esa expresión, la foto corresponde a una época áspera. “Mi abuela había muerto, mi padre estaba en las primeras fases de la enfermedad de lupus y, como no podía trabajar, empezamos a tener problemas de dinero. Yo era un cachorro perdido y buscaba a alguien que me guiara y conocí a Paulson, acababa de salir del seminario, era mi profesor de inglés y me hizo capitán del equipo de ajedrez”, relata.
Entonces el sacerdote se convirtió en su mentor, su amigo, su guía, la persona más próxima de su vida, a la que confiaba todo y le consultaba todo. Entonces empezaron los tocamientos innecesarios, el alcohol, los abrazos a destiempo. Duró tres años. Una vez lo llevó de excursión a un santuario de Fátima en Ohio y reservó habitación en un hotel. En la habitación, tras jugar a lucha libre con él sobre la cama, Paulson intentó violarlo, pero Jim se acabó liberando. “Entonces rompí la relación con él y fue devastador, me quedé solo y fue un conflicto, porque estaba feliz de que desapareciera pero al mismo tiempo le quería por todo lo que había hecho por mí”. Luego Jim fue a la universidad y el padre David fue muchas veces a visitarlo, ofreciéndole dinero, sabedor de sus dificultades. Un día, le regaló un coche. Otro, se presentó con un nuevo joven y acabó desapareciendo de su vida.
Paulson vive en Pensilvania y en el otoño le espera el juicio. Vansickle trabaja como tutor de jóvenes en su paso del instituto a la universidad. Se dedica a asesorarlos y guiarlos. Pero tiene una norma: “Nunca me veo con un niño sin un familiar adulto en casa. No quiero estar a solas con ellos. Lo hago para protegerlos a ellos y protegerme a mí”.

UNA INVESTIGACIÓN DE UN MILLÓN DE DOCUMENTOS

Pensilvania no tiene por qué representar una zona cero de los abusos sexuales a menores de edad en el seno de la iglesia. Sí es el Estado que ha hecho la mayor investigación del sistema y ha publicado los resultados en varios informes. El de esta semana cubre los sucesos de seis de las ocho diócesis (Allentown, Erie, Greensburg. Harrisburg, Pittsburgh y Scranton), ya que las investigaciones de las de Filadelfia y Johnstown se habían difundido antes. Así, la cifra de 300 sacerdotes implicados en abusos contra al menos un millar de niños se queda rematadamente corta.
El gran jurado ha pasado dos años investigando, repasando alrededor de medio millón de documentos, y escuchando el relato de decenas y decenas de víctimas, como John Vansickle o Shaun Dougherthy. El mecanismo de opacidad no solo consistía en callar sobre las denuncias, sino en persuadir a las víctimas de que no acudiesen a las autoridades y en presionar a la policía y la justicia para que también arrinconasen el asunto. Según publicó el Pittsburgh Post-Gazette, las diócesis de Greensburg y Harrisburg trataron de cerrar la investigación del gran jurado, pero el juez lo rechazó. El martes, todo lo recabado se hizo público. El obispo de Pittsburgh, David Zubik, ha pedido perdón. El Vaticano ha llamado criminales a los agresores. Las víctimas quieren verlos entrar en la cárcel.

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