El Mundo

El asesino de Texas había escapado de un hospital psiquiátrico en 2012

Joaquín Ramírez salió vivo del foso de los horrores. Recuerda al asesino entrando en la iglesia, “muy enojado”, gritando: “¡Vais a morir todos, hijos de puta!”. Mexicano de 50 años, Ramírez había regresado el lunes a su casa con su esposa Rosana Solís, de 57. Él había recibido un balazo en un pie. Lo de ella era más crudo. Cuando Devin P. Kelley estaba regando toda la iglesia de plomo con su fusil semiautomático, Rosana estaba en el suelo bocabajo. Las balas rebotaban en el piso a centímetros de su cabeza. Notó que un hombro le sangraba. Un proyectil le había entrado por ahí abriéndole en la carne un boquete que enseña en una foto de su celular. Es horrible. A ella le duele, pero se queja poco. Joaquín le hace las curas. Es incomprensible por qué está de alta.


Tres días después de la matanza de la iglesia de Sutherland Springs (Texas) 10 víctimas siguen en estado crítico. Hasta hoy las víctimas mortales son 26, con edades entre los 77 años y los 17 meses. Al menos una docena de menores perdieron la vida en la capilla del pueblo. Ramírez dice que el asesino Kelley, de 26 años, vestido con ropa oscura de combate y con una máscara de calavera, no quiso dejar un niño con vida. Varios pequeños se escondieron bajo un banco. El atacante enloquecido fue hacia ellos y, según el relato del superviviente, apuntó con su fusil de asalto hacia el banco desde arriba y le soltó una ráfaga para acribillar a los pequeños abajo.

Joaquín y Rosana Ramírez, supervivientes de la masacre en Texas. 

Kelley contaba con antecedentes violentos. En 2012, el asesino había sido expulsado de las Fuerzas Aéreas por maltratar a su esposa y a su hijastro. Aquel año también, según recoge The New York Times, el exsoldado se escapó de un hospital psiquiátrico, después de haber amenazado de muerte a sus superiores e haber intentado introducir armas de contrabando en la base donde se encontraba. Además, las Fuerzas Aéreas admitieron este lunes que habían cometido el error de no dar parte del caso de violencia doméstica de Kelley para que se incluyese en la base de datos que hubiera bloqueado automáticamente la posibilidad de que le vendiesen un rifle de asalto.

Fue la peor matanza de un tirador solitario en la historia de Texas. Y la quinta peor de Estados Unidos, apenas un mes después de la mayor: 58 masacrados en Las Vegas. En Sutherland, Devin P. Kelley disparó 450 balas. La policía cree que sus “problemas domésticos” fueron la espoleta de su cacería humana. Su suegra era asidua a esa iglesia. Ella no fue el domingo, pero sí la madre de la suegra, y fue uno de los cadáveres que dejó Kelley en su estallido de muerte. 

“Daba lástima verlo matar a los niños”

–Oye, ya es tarde –le dijo Joaquín a Rosana el domingo por la mañana.
–Tenemos que ir pues –asintió ella. Y salieron hacia la iglesia.
Pero en la iglesia les esperaba el infierno. “Daba lástima ver cómo mataba a los niños”, dice Ramírez, sentado en el sofá de su hogar, una modesta cabina móvil con paredes de metal. “Primero mató a la gente que estaba a la entrada de la church [iglesia]. También mató a la hermana que estaba hablando de Dios. No recuerdo cómo se llamaba ella. La agarró así a quemarropa y tá-tá-tá-tá-tá. Los niños lloraban y el asesino se acercaba y les tiraba. Luego se fue a mano derecha de la iglesia contra todos los hermanos que estaban en ese lado y tá-tá-tá-tá-tá-tá, muertos todos. El esposo de otra hermana vio a su mujer muerta e intentó salir corriendo, pero antes de que llegara a la puerta lo alcanzó con las balas y quedó allí. Yo estaba a mano izquierda con mi mujer. Nosotros nos echamos al suelo. Solo pensábamos que íbamos a morir”.
Ellos sobrevivieron. Los Holcombe no. Es uno de los casos más brutales de la masacre. Una familia de ocho personas que acudió al servicio religioso. Murieron los ocho. Bryan y Karla Holcombe, un pastor y su esposa; su hijo Marc Daniel Holcombe; su nuera Crystal Holcombe, embarazada de ocho meses; y cuatro nietos, Greg, Megan, Emily y Noah. Todos los Holcombe asesinado a tiros por Devin P. Kelley.
Como siempre que hay una matanza por armas de fuego, en Estados Unidos el debate sobre su regulación entra en ebullición unos días hasta que se apaga sin que se pongan límites al suculento mercado de los instrumentos de matar. En la discusión nacional por el drama de Sutherland el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha salido a dar su opinión afirmando que si hubiese más restricciones al acceso a las armas las matanzas serían peores, porque nadie podría defenderse. “En vez de 26 muertos [en Sutherland Springs] hubiéramos tenido cientos más”, dijo el mandatario. A Kelley lo detuvo un individuo que pasó por allí con un rifle y le disparó al verlo asomarse por la entrada de la iglesia. El monstruo de Sutherland recibió dos impactos de bala, arrojó su fusil al suelo, se subió a su coche y escapó del lugar. El hombre que le disparó se subió al vehículo de otra persona que estaba en el lugar y persiguieron a Kelley durante unos 10 minutos por pistas comarcales a más de 100 kilómetros hora y dando a la policía por teléfono indicaciones de su ruta hasta que el homicida se salió de la carretera. Al llegar, los agentes hallaron a Kelley muerto. Se había dado un tiro.
Sutherland Springs queda ya como uno de los puntos más negros de la incesante saga de los asesinatos masivos en Estados Unidos. “Este pueblito estará para siempre marcado por lo que pasó”, pensaba ayer al anochecer Robert, un vecino de la cercana ciudad de San Antonio, oteando desde lejos la iglesia acordonada. Un precioso crepúsculo de película de vaqueros caía sobre Sutherland. Sobre sus casas de madera, sobre sus caminos polvorientos, sobre sus vecinos, la mayoría mudos ante la prensa o encerrados en sus viviendas con las persianas bajadas. Y en su jardín, Joaquín Ramírez atendía al tercer grupo de reporteros en una hora. Una reportera de Telemundo se sentó junto a él a escucharlo bajo una sombrilla de colores. Joaquín repitió lo mismo que antes. Pero esta vez no mantuvo el gesto triste pero contenido. Esta vez rompió a llorar. Porque no esto no era el ocaso de un film del Far West. Era el inicio de una pesadilla que los va a perseguir –a él, a Rosana, al pueblo– toda su vida.

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