Opinión

PIEDRA DE TOQUE Los años de plomo/ MARIO VARGAS LLOSA

Las ciudades italianas, incluso las más pequeñas, chisporrotean en el verano con actividades culturales: ferias del libro, festivales de música o de cine, conciertos, recitales, mesas redondas, conferencias, exposiciones, que atraen masas de espectadores de toda clase y condición. Es un espectáculo que, como decía una publicidad del pisco Vargas en el Perú de mi infancia, “alegra el espíritu y levanta el corazón”.
Paso un par de días en Bolonia, con motivo de las actividades organizadas por el diario La Repubblica, y tengo un diálogo de una hora con su director, Mario Calabresi, ante el frontispicio de una iglesia románica del siglo XIII, en la plaza de Santo Stefano, convertida en auditorio, que está rodeada de bares, cafés y restaurantes donde, mientras hablamos de literatura y política, un público en el que abundan los jóvenes toma cerveza y nos escucha, en apariencia muy atento. Es estimulante y grato estar en ese bello lugar, donde parece que reinan la cultura, la convivencia y la paz.
Pero, después de la cena con el vino, la pasta y el tiramisú obligatorios, otra cara de Italia me tiene despierto muchas horas en mi cuarto de hotel, mientras leo Spingendo la notte più in là, el libro de Mario Calabresi que cuenta la historia de su familia y de otras víctimas del terrorismo.
El padre de Mario, el comisario Luigi Calabresi, fue asesinado de un balazo en la espalda y otro en la nuca, cuando salía de su casa, por tres militantes de Lotta Continua, el 17 de mayo de 1972. El asesinato fue precedido de una campaña fraudulenta, acusándolo de haber asesinado a Guiseppe Pinelli, militante de aquella organización, que cayó de una ventana mientras era interrogado por la policía sobre una bomba que estalló en un banco milanés. Aquella campaña consistía en pancartas, manifiestos de intelectuales progresistas, volantes, denuncias en actos públicos, artículos de prensa, carteles en los muros de Milán. Así se fue imponiendo en la opinión pública aquella patraña. Sin embargo, a lo largo de los años iría siendo desmentida sistemáticamente por varias investigaciones oficiales que probaron de manera inequívoca que el comisario Calabresi no se hallaba en la habitación —las cinco personas que estaban en ella lo atestiguaron— cuando ocurrió la defenestración del militante anarquista. Pero es verdad aquello de “miente, miente que algo queda”. Hasta nuestros días la injusta sospecha, fabricada por el fanatismo y la demagogia, ha perseguido como una sombra la infortunada figura del comisario Calabresi.
Lo que más impresiona en el libro de su hijo son la sobriedad y el pudor con que aquella historia está contada, las catastróficas consecuencias que el asesinato del padre y la denigración de su figura tuvieron para la viuda y los tres hijos pequeños, la estoica supervivencia de la familia en los años siguientes. El libro es a la vez un testimonio y una averiguación muy objetiva de la oleada terrorista que asoló Italia en las últimas décadas del siglo pasado: los años de plomo. Grupos y grupúsculos extremistas habían decidido pedirle cuentas al despreciable orden burgués asesinando a sus exponentes más visibles; recuérdese el secuestro y asesinato de Aldo Moro. No se trataba de algo marginal, los asesinos contaban con una vasta red de cómplices en la prensa, la administración, los partidos políticos, los intelectuales y hasta entre los jueces, donde, por convicción o por miedo, los terroristas encontraban justificaciones, atenuantes, dilaciones e indultos. Estallaban bombas que mataban inocentes, se asesinaba a diestra y siniestra, Italia parecía acercarse al abismo. Todo aquello está resucitado con pericia periodística en el libro de Mario Calabresi y uno se pregunta qué clase de epidemia sanguinaria se apoderó de sus supuestas vanguardias políticas.
No hay siquiera un asomo de amargura en sus páginas, y menos todavía un espíritu de venganza. Se trata de una difícil búsqueda y reconstrucción de la verdad, entre las montañas de tergiversaciones y falsedades que querían sepultarla. Y, también, de la escueta y puntual descripción de las monstruosas injusticias que cometieron esos jóvenes fascinados por las orgías de violencia de la revolución cultural china, que querían lavar con sangre todo aquello que andaba mal en la sociedad italiana. Las imágenes de las viudas, padres, hijos, hermanos, de las decenas de víctimas de aquellas matanzas que aparecen a lo largo del libro, que, además de perder a sus seres queridos, tuvieron también que luchar para reivindicar sus conductas y credenciales, adulteradas hasta el absurdo para justificar los crímenes, mantienen en vilo al lector y le dan la sensación de vivir un aquelarre macabro. Acaso lo peor sean esos kafkianos trámites judiciales donde la vida se vuelve papeleo, jerga, burocracia, y las tragedias vividas y padecidas se evaporan en trajines tan infinitos como estúpidos. Algunos de los criminales pagan sus fechorías, pero otros, muchos otros, salen absueltos, indultados o escapan a Francia. ¿Es posible que aquello ocurriera en uno de los países más cultos y civilizados del planeta?

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