Salud y Nutrición
Lo que aprendí de mi madre y no entendí hasta que crecí
Pero cuando creces entiendes que (por esto, o por lo otro) tu madre te transmitió una serie de “valores” que tal vez no eran los adecuados, no para ti, al menos. Pero aquellos valores o enseñanzas “dudosas” también son aprendizaje, por supuesto. Has desarrollado tu personalidad, que no es la suya, que no tiene por qué ser la suya
Amaba a todo el mundo, pero nadie le hizo ningún caso (ni su marido, ni sus hijos), hasta que un día quemó el jardín… y se fue. Es una historia que repito una y otra vez a mi hijo (quizás demasiado), casi desde la cuna: es nuestro particular coco. Una historia terriblemente desoladora (que, en realidad, forma parte de una comedia), pero que trato de convertir en metáfora del (desagradecido e invisible) sacrificio materno (o paterno): muy pronto es demasiado tarde para recordar aquello que aprendiste de tu madre… porque tal vez ya no esté allí.
Todos hemos tenido una madre, pero hemos conocido a muchas otras, incluso tenemos parejas convertidas en madres (o nos hemos convertido en madres), así que hemos tenido tiempo para configurar una imagen de esta figura tan debatida en nuestro tiempo. Figura que hasta tiene un día, cuestión que no acaba de estar demasiado clara para los hijos: “¿si hay día de la madre y del padre… ¿cuándo es el día del hijo?”. “Todos son el día del hijo… todos”.
Todo sobre mi madre, todo sobre tu madre

La resiliencia. El escrúpulo. La devoción. La rigidez. La inagotable energía. La tradición. El pragmatismo. La precaución. El paseo. El sacrificio. Y el amor, por supuesto. Vas creciendo y vas entendiendo más sobre tu madre, vas recordando lo que aprendiste y te cuidas de desaprender algunas cosas que, tal vez, no eran del todo correctas. Porque una madre, por el hecho de ser madre, no siempre tienen razón, aunque siendo niño, a veces, lo parezca. O te lo “inculquen”.
Pero cuando creces entiendes que (por esto, o por lo otro) tu madre te transmitió una serie de “valores” que tal vez no eran los adecuados, no para ti, al menos. Pero aquellos valores o enseñanzas “dudosas” también son aprendizaje, por supuesto. Has desarrollado tu personalidad, que no es la suya, que no tiene por qué ser la suya.
Como tus hijos no tendrán tu personalidad, aunque te empeñes en “inculcarles” cosas que en no pocas ocasiones no son más que meras opiniones, supersticiones, prejuicios vestidos de valores, aquellos que no solo pretendemos para nuestros hijos, sino para “todo Dios”. Pero ¿quién tiene derecho a imponer un valor a otro individuo? Ni siquiera una madre lo tiene. ¿Cómo lo van a tener “otros”? Los valores se desarrollan, evolucionan, maduran, no se imponen. Ni dentro de una familia ni en ninguna otra parte.
Pero no todo tenía que ver con valores más o menos tradicionales, claro: por ejemplo, ella insistía una y otra vez en que lleváramos la chaquetina porque por la tarde “refresca” y ahora somos nosotros los que no paramos de poner la chaquetina a nuestros hijos porque, es cierto, maldita sea, por la tarde refresca… ¿por qué cuesta tanto “aprender” cosas tan sencillas? ¿Por qué llevar la contraria cuando sabes que tu madre tiene razón? Ah, claro… la rebeldía.
Y lo malo, por supuesto, no es que no aprendamos cuestiones de meteorología básica, lo malo es cuando la rebeldía más boba provoca que tardemos décadas en aprender asuntos un poco más relevantes. Como el sentido del trabajo. Ellas se las arreglaban para hacer un montón de cosas (bien hechas) durante el día. A ti te parecía normal… porque era “tu madre” y a eso se dedican las madres ¿no?, a hacer un montón de cosas. Para eso les pagan. A no, que no hay sueldo para este “trabajo”…
Y un día te encuentras en tu propia casa, con tu propia familia y con tu propia responsabilidad y dices “no, no, yo no puedo con esto”. Pero sí, se puede, claro, pero hay que desarrollar un sentido del trabajo y un sentido del sacrificio… en su séptima acepción según la RAE: “Acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor”.

Parafraseando a Descartes, sería algo así como “me sacrifico, luego amo”. No hay mayor muestra de amor y devoción que el (justo) sacrificio de una madre (y un padre), porque sin él (sin ellos), no funciona una estructura familiar… ni lo que sea que tenga que funcionar. Y entonces descubres la belleza del sacrificio, y recuerdas que tu madre sonreía a menudo cuando “hacía cosas por ti”. Porque era feliz a tu lado. Tal vez no exista mayor felicidad y plenitud que la que siente una madre viendo crecer a sus hijos.
Pero tu madre también era infeliz porque el sacrificio no era siempre compartido, ni comprendido… ni agradecido. Y también lloraba, aunque eso lo recuerdas menos, tal vez porque no lo viste, o preferiste mirar para otro lado… y olvidar. Pero, ahora, con los años también sabes que el amor, la devoción y el sacrificio por los demás debe ser comprendido, debe ser reivindicado, debe ser justo, debe ser agradecido. Tu madre no es Jesucristo, ni la Virgen María. No espera a morir para ser convertida en santa. Ni en mártir. Ni en mito.
Porque las madres no son irreductibles heroínas, diosas de la reproducción, el amor y el sacrificio a las que les puedes pedir (siempre) cualquier cosa y nunca exigen nada a cambio. Nada de eso. Son seres humanos que requieren el mismo grado de atención, amor, comprensión y empatía que cualquier otro.
Pero al llevar el adjetivo “madre” sobre sus hombros ya se presupone que cuentan con una suerte superpoder de forma que no necesitan nada… son madres, siempre se las arreglan solas. Pero no, no es así: nadie se las arregla solo. Ni ellas. Hasta que un día alguien quema el jardín y te das cuenta de ello. Pero no lleguemos a ese punto, no esperes, hijo mío, a mañana para aprender de tu madre y, sobre todo, para agradecérselo. Que ellas son (también) capaces de quemar todos los jardines de este mundo. Y a ver qué va a ser de ti después.