Opinión
Educación Superior: ¿Fábricas de títulos o forjadoras de talento?
Las universidades, públicas y privadas, enfrentan presiones que las empujan a matricular más, graduar más y crecer más, sin necesariamente formar mejor. La consecuencia: profesionales con títulos, pero con limitadas competencias reales para desenvolverse en un entorno laboral cada vez más exigente
Por Mavelin Ramírez
La educación superior dominicana atraviesa un momento decisivo. El notable crecimiento en matrícula universitaria en las últimas dos décadas ha sido presentado como un signo de progreso e inclusión. Sin embargo, tras esa narrativa cuantitativa subyace un desafío aún más complejo: la desconexión entre el volumen de estudiantes y la calidad real de su formación.
La apertura masiva del sistema educativo fue, en su momento, una conquista necesaria. Pero la expansión sin planificación estructural y sin exigencias académicas claras ha tenido consecuencias. Planes de estudio desfasados, baja inversión en investigación, procesos de evaluación institucional debilitados y una escasa cultura de mejora continua, reflejan una tendencia preocupante: el modelo parece haber desplazado el propósito formativo para privilegiar la permanencia y la rentabilidad.
Las universidades, públicas y privadas, enfrentan presiones que las empujan a matricular más, graduar más y crecer más, sin necesariamente formar mejor. La consecuencia: profesionales con títulos, pero con limitadas competencias reales para desenvolverse en un entorno laboral cada vez más exigente.
A esta crisis silenciosa se suma una distorsión profundamente arraigada en algunos entornos académicos: la presencia de figuras con influencia desproporcionada, esto es, “vacas sagradas”, cuya autoridad, prestigio o vínculos institucionales generan sesgos y privilegios dentro de los procesos formativos.
Docentes o autoridades, personalidades que no son sometidos al mismo rigor evaluativo que sus pares; personalidades que, por tradición o poder simbólico, se convierten en referentes intocables, aun cuando sus aportes no estén alineados con las exigencias de una educación de calidad. Este fenómeno provoca no solo un estancamiento en la innovación pedagógica, sino también una normalización del clientelismo académico, donde la calidad se negocia en nombre del respeto o la conveniencia institucional.
Más preocupante aún es cuando se espera que los equipos docentes y administrativos comprometan principios académicos fundamentales para “acomodar” agendas, presencias o decisiones en función de intereses personales o políticos, desplazando los méritos, la transparencia y la ética como ejes de la vida universitaria.
Este tipo de prácticas no solo distorsiona la formación, sino que alimenta una cultura institucional de miedo, silencio o sumisión, donde los procesos pierden legitimidad y los estudiantes reciben una señal equivocada: que no es el talento ni el esfuerzo lo que abre puertas, sino el favor y la cercanía al poder.
Esta lógica no es inocua. El país sufre sus efectos: jóvenes egresados que, aunque titulados, no cuentan con las competencias mínimas para insertarse de forma digna, innovadora y productiva en el mercado laboral. Una parte significativa termina en empleos de baja calificación, mal remunerados, sin perspectivas reales de crecimiento.
Esta disociación entre universidad y realidad productiva evidencia una verdad incómoda: no estamos formando para transformar, sino para mantener el statu quo.
Entonces, ¿dónde estamos fallando?
Currículos desvinculados del contexto nacional y global.
Bajos estándares de acreditación y autoevaluación.
Falta de meritocracia y renovación docente.
Débil impulso a la investigación, la ética y el pensamiento crítico.
Cultura institucional que privilegia la lealtad por encima del mérito.
La solución no está en reducir la cobertura, sino en elevar con valentía los estándares y reenfocar el propósito de la universidad. Se requiere voluntad institucional, reformas estructurales y una alianza genuina entre el Estado, la academia, el sector privado y la sociedad civil para priorizar la calidad como base del desarrollo humano y económico del país.
Finalmente, una universidad que produce títulos sin sustancia, que normaliza privilegios por encima del rigor, y que se acomoda a las presiones políticas, sociales o simbólicas, no es un centro de formación, sino un simulacro. No podemos hablar de futuro si no estamos dispuestos a transformar el presente. La calidad no se negocia. Y cuando se compromete por conveniencia, todos, es decir: estudiantes, empleadores, el país, terminamos perdiendo.
La autora es Project Manager, especialista en Gestión Humana, Desarrollo Organizacional y Direccionamiento Estratégico en la Gestión Empresarial, docente universitaria, comunicadora.