Opinión

El valor oculto del fracaso /

No se trata de idealizar el fracaso ni de celebrarlo como un logro. Se trata de resignificarlo como lo que realmente es: un proceso de aprendizaje indispensable. Cada innovación, desde una app que cambia hábitos hasta una cura médica, está sostenida sobre una montaña de experimentos fallidos

Por Ilonka acosta

En República Dominicana y en gran parte de América Latina el fracaso sigue siendo un estigma. Una marca social. Al que intenta algo nuevo y no resulta como esperaba, se le señala con rapidez: imprudente, soñador, fracasado. La consecuencia es silenciosa pero devastadora: miles de ideas mueren antes de nacer, no por falta de talento, sino por miedo al fracaso.

Sin embargo, en los ecosistemas donde la innovación florece, el fracaso es parte del currículum. En centros como Silicon Valley, Tel Aviv o Bangalore, la regla es clara: quien no ha fracasado, todavía no ha innovado. Las aceleradoras y fondos de inversión suelen preferir emprendedores que ya han vivido un tropiezo, porque entienden que aprendieron a golpes lo que ninguna clase de negocios enseña: gestionar incertidumbre, tomar mejores decisiones y levantarse rápido.

Mientras tanto, en nuestra región seguimos interpretando el error como una sentencia social. El Banco Interamericano de Desarrollo ha señalado repetidamente que el miedo al fracaso es uno de los mayores obstáculos para emprender en América Latina, por encima incluso de la falta de financiamiento. La cultura del “qué dirán” limita más que cualquier restricción económica. El costo es colectivo.

Cuando penalizamos el intento fallido:

• Perdemos jóvenes que eligen lo seguro antes que lo innovador;

• Perdemos empresas que evitan arriesgar para no ser criticadas;

• Perdemos industrias que se estancan porque nadie quiere ser el primero en intentar algo distinto. Y lo más grave: perdemos futuro.

No se trata de idealizar el fracaso ni de celebrarlo como un logro. Se trata de resignificarlo como lo que realmente es: un proceso de aprendizaje indispensable. Cada innovación, desde una app que cambia hábitos hasta una cura médica, está sostenida sobre una montaña de experimentos fallidos.

La pregunta que debemos hacernos no es: “¿Por qué fracasaste?”

La pregunta correcta es: “¿Qué aprendiste y cómo avanzas ahora?”

República Dominicana tiene talento, ingenio y una juventud vibrante que quiere crear. Pero si no transformamos nuestra relación cultural con el error, seguiremos avanzando con freno de mano. Superar esa barrera cultural exige un cambio profundo. Necesitamos normalizar el error como parte del proceso creativo, cambiar el lenguaje que lo rodea y reconocer públicamente a quienes se atreven a intentar. Tanto la academia, empresas y gobiernos pueden contribuir adoptando ciclos de experimentación, documentando aprendizajes y premiando la persistencia, no solo el resultado. Líderes que admitan sus propios fallos sin miedo marcan una ruta poderosa: convierten el error en un tema discutible, no en un secreto vergonzoso.

Si queremos un país más innovador, necesitamos entender que cada intento fallido guarda información valiosa para toda la comunidad. Un error aislado se pierde; un error compartido ilumina caminos.

Construir una economía innovadora exige generar espacios donde equivocarse sea parte natural del proceso y no una vergüenza pública. Requiere líderes capaces de modelar esta mentalidad y políticas que respalden el aprendizaje continuo. También demanda una ciudadanía que entienda que cada tropiezo no es una derrota, sino un ensayo necesario.

Porque, al final, el verdadero fracaso no es equivocarse, sino quedarse inmóvil por miedo a intentarlo.

Solo reconociendo esto podremos transformar el error en lo que siempre debió ser: un activo invaluable y un capital social que impulsa a cualquier nación hacia adelante.

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