Opinión

Auroras de Navidad/ Idalia Guerrero

La abuela siempre soñaba con ser una mejor persona y se levantaba cada mañana a ver la aurora para meditar

Por Idalia Guerrero

Sus manos se calentaban con el fuego chispeante de una chimenea, atizado por pequeños troncos de madera almacenados para el frio invierno que hacía en aquel lugar apartado del mundo. Llegó allí, quizás, por la intrepidez de la juventud o por hacer gala de que era nieta de aquella cuyos recuerdos los almacenaba como el mejor regalo del mundo.

La abuela siempre le contó que uno de sus mayores sueños era estar en una cabaña cubierta de nieve, con lo básico para vivir, mirar la nieve caer y calentarse frente a donde vería a Santa Claus bajar y traerle regalos de Navidad. Ella no vio culminado su anhelo, pero siempre le pidió que lograra sus sueños, que la grandeza de estos radica en lo que ellos representan para el alma y el espíritu. Y allí estaba ella, viendo los copos blancos de nieve pegarse a los pinos, mientras sorbía un largo trago de café y recorría en su mente los caminos de su infancia.

Desde que cumplió su primer año de vida, aquel arbolito de Navidad siempre estaba en la sala de la casa, lleno de bolas brillantes y aquellas lucecitas de colores que impregnaban de magia a esa hermosa época del año. Recordaba ella que cada diciembre, aquella mujer que la cuidó como otra hija más, le agregaba algo a su pequeño conífero verde, y que cada adorno que llevaba representaba el amor que ambas se profesaban. No importaba que sus manitas pequeñas y a la vez traviesas por la inocencia, arrancaran las flores, bolas, luces y guirnaldas, pues aquella señora volvía todo a su lugar con una sonrisa enorme y celebrando sus travesuras pequeñiles.

Faltaría mucho por amanecer y quería ver la aurora boreal que emerge de aquellos cielos fríos y grises. Ya tenía una semana allí y no se había perdido ninguna. También aprendió de su segunda madre, que los amaneceres eran momentos de paz para conversar con el silencio. Esta Navidad estaría sola como la abuela lo estuvo en un año que fue angustiante para la humanidad, dejando llantos y lamentos en todo el planeta, obligando al hombre a hacer un reencuentro consigo mismo. Para su abuela, a las grandes crisis había que enfrentarlas. Esa fortaleza la adquirió de ella y le enseñó que cada día traía una aurora con una magia especial.

Recordaba las historias del último año que concluía el segundo decenio del siglo XXI, cuando millones de seres humanos tuvieron que encerrarse en sus casas y ver a amigos y parientes decir adiós para siempre. Aun así, relataba ella que en todo veía una esperanza y que luchaba por salir airosa de una vida marcada por la angustia y la desesperanza. Más que nada, aquella Navidad parecía gris e incierta. Sin embargo, la abuela hizo de ese año un mundo de ilusiones forrado de colores y energías vibrantes.

La abuela siempre soñaba con ser una mejor persona y se levantaba cada mañana a ver la aurora para meditar. Comenzó a hacer cosas que le sonaban interesantes y se enfocó en ayudar a otros a alcanzar sus objetivos soñados, haciéndola eso inmensamente feliz. Alguna vez le dijo que los seres humanos no son felices cuando se hacen esclavos de las cadenas de las amarguras.

Después de 800 años, en ese diciembre del año 2020, pasó “La Estrella de Belén”, como si quisiera decir que El Salvador estaba dando una señal de que no iba a abandonar a sus hijos y que muy pronto la cura para aquella terrible enfermedad al fin se había encontrado. Aun fuera solo la unión de Júpiter y Saturno, “La Estrella de la Navidad” apareció fulgurante en el firmamento y le decía la abuela que con razón los tres Reyes Magos de Oriente fueron guiados y llevados de manera exacta donde estaba el pesebre del niño Dios, colmándolo de regalos y bienaventuranzas.

Aquellos regalos debajo del árbol navideño nunca faltaron y le enseñó cómo fue el nacimiento de Jesús en Belén. Una y otra vez, en esas noches de invierno, siempre le contaba de manera sencilla la historia. Miraban el cielo lleno de estrellas, diciéndole que los Reyes Magos llegarían a la casa a dejarle regalos, convirtiéndose en hormiguitas y pasando así debajo de las puertas. A los camellos de los reyes debía dejarles hierba y cantinas de agua, pues llegarían cansados, hambrientos y sedientos. Nunca quiso decirle que aquellos regalos los compraba ella y su madre, pues siempre hablaba de que la inocencia infantil debía cuidarse.

Sale de sus recuerdos y mira fijamente el horizonte, viendo aparecer luces inmensas que parecen llenar la tierra. Cruzan como rayos zigzagueantes, mostrando colores únicos que solo los da el universo: verdes eléctricos, rosados luminosos, amarillos dorados… todos ellos formando un arcoíris de belleza magistral que ojos humanos siempre querrán ver.

Hoy le da la razón a la abuela en que cada ser humano debe ir descubriendo en su vida esos rayos de luz que se conviertan en auroras celestiales; y que las oportunidades maravillosas, para lograr los sueños más hermosos, solo se alcanzan cuando se abre el alma y el corazón.

Se sienta en el sillón frente a la chimenea y allí queda profundamente dormida. En sus sueños escucha voces y un ruido como si la chimenea fuera a explotar. Trata de abrir completamente los ojos, pero no puede. Solo acierta a ver medio empañada una figura regordeta subiendo por las escaleras que dan hacia el techo de la cabaña.

Un conocido ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! se escuchó a los lejos cuando por fin abre los ojos. En la esquina de la chimenea comenzó a sonar el viejo Santa que la abuela le había regalado dos años antes de morir. Lo abrazó estrechamente al lado de su corazón y gotas de felicidad rodaron por sus mejillas. Finalmente, el sueño de ese ser que le enseñó la magia de las auroras de la Navidad, se había cumplido.

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La autora es abogada experta en litigios penales Máster en Ciencias Forenses y Medicina Legal Forense Directora del proyecto forense Justicia Investigativa IG71 Correo: Justiciainvestigativaig71@gmail.com

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