Opinión

Eugenio María de Hostos, Ciudadano Eminente de América (10)/ Miguel Collado

Por Miguel Collado

ROSA INDA Y EL DRAMA DE SU MUERTE VIVIDO POR HOSTOS

Rosa Inda fue la quinta de los 5 hijos procreados por Eugenio María de Hostos con Belinda de Ayala en la República Dominicana. «Rosa» por su hermana e «Inda» por el apodo cariñoso con que Hostos llamada a su esposa Belinda. Esa segunda hija de Hostos ―la primera fue Luisa Amelia― falleció a los pocos meses de nacida. Es desgarrador el modo en que ese padre, devastado por el dolor ante la pérdida de su primera hija, demuestra, con ternura, su amor paternal y describe ―en su página íntima del 7 de enero 1885― las circunstancias en que tiene lugar la muerte de la pequeña en el barrio de San Carlos de la ciudad de Santo Domingo.

Es una crónica estremecedora, por lo que hemos preferido transcribirla íntegra como constancia de que esa hija, ignorada por la mayoría de los biógrafos de Hostos, realmente existió y fue amada:

San Carlos, Santo Domingo,

7 de enero, 1885.

A las dos de la madrugada del día 26 de julio de 1884 lloró ruidosamente su venida al mundo la dulcísima creaturita que tan pronto había de abandonarlo. Era, para ser más querida, muy semejante en el corte del rostro y en el color castaño claro de su pelo y en el indeciso verde-azul de sus ojos, a mi madre. Era tan apacible y tan buena, que casi nunca se la oyó llorar. Era tan angelical en su rostro y en su disposición moral, que con razón temía la vieja negra a quien alguna vez la encomendaba su madre, que «no fuera de este mundo». Desde sus primeros días amaba con tanta ternura a su pobre madre, que nunca dejó de iluminar con celestial sonrisa el dulce rostro, cuando su madre la acariciaba; y cuando ésta, después de ponerla por momentos en otros brazos, volvía a tomarla en los suyos, gorjeaba alegremente como el pajarillo feliz que, abandonado en el nido por la madre, al verla de nuevo, celebra con su vuelta el regreso de su seguridad y de su bien. Fue preciso que la enfermedad nos la rindiera, para que aquella célica sonrisa y aquellos transportes de alegría cesaran. Y ese fue el síntoma de muerte que no engañó a la pobre madre y que silenciosamente angustió el corazón del padre.

Tenía todas las apariencias de la salud. Era robusta y su delicado organismo funcionaba con tanta regularidad, que muchas veces dije yo a mi noble compañera: «Va a ser más fuerte todavía que el nene».

Una mañana, al emprender mi viaje obligatorio a la ciudad, Eugenio Carlos, que jugaba con la niñita, me llamó, diciéndome: «Papá, Rosa Inda tiene una cosita detrás de esta oreja». Y me señalaba la parte posterior de la orejita derecha de su hermana. Como él mismo había, pequeñuelo, sufrido en órgano igual la misma excoriación, no me alarmé, y me contenté con recordar a su madre el remedio empleado con éxito en el primogénito. Pero un día apareció manchada de puntos rojizos la mejilla izquierda de la tierna creaturita, y fue preciso que su abuela y una madre de familia numerosa nos tranquilizaran, para que cediera nuestra alarma. El médico consultado recetó, y cuando seriamente alarmados lo hicimos examinar a nuestra hijita, ya el mal nos horrorizaba.

¿Qué mal era? Nunca médico alguno ha sabido qué leve mal ha degenerado, por inexacto o negligente diagnóstico, en causa de muerte. Los baños recetados en aquellos horribles días de huracán amenazante pudieron trocar en pulmonía aguda la erupción sin riesgo, y mi pobre hijita, cuando yo no lo temía, empeoró sin que me pareciera que empeoraba y me iba siendo arrebatada sin que yo supiera que me la arrebataban.

Estaba muy inquieto. Di sin saber cómo mis clases de la mañana, sin reposo mi clase de Derecho, y vine aguijoneado por una angustia secreta a esperar la hora de mis nuevas clases.

Estaba en la de 3 a 4, cuando vi entrar a uno de los vecinos de mi casa. Me puse en pie, corrí hacia el recién llegado, apenas lo oí, busqué al médico, nos fuimos, me arrodillé ante la hijita de mi alma, que estaba en los brazos del doctor su abuelo, la tomé en los míos, me pregunté mil veces por qué anhelaba como anhelaba la mansísima creatura, me quedé solo con ella, la hablé, la acaricié, la estreché contra mi corazón, gemí sin llorar, la imploré para que me mirara, abrió sus hermosos ojos, me miró, parece que quiso sonreírse, cerró de nuevo sus ojos, me pareció la noche, hizo un ligero movimiento, llamé a su madre desolada para no ser yo solo el que tuviera la amarga dicha de dar y hacer sentir el último beso a nuestra hijita, y cuando besos y sollozos se confundieron en la frente de la creatura bienamada, ya no la teníamos en el mundo de las pasiones y de los egoísmos.

Dura prueba, dura prueba.(*)

Conforme al testimonio de la socióloga Eulalia Flores, Secretaria General del Centro Dominicano de Estudios Hostosianos (CEDEH), «los restos de Rosalinda reposan en el mausoleo erigido a su padre, el insigne Eugenio María de Hostos, en el antiguo cementerio situado en la avenida Independencia de la ciudad de Santo Domingo». También los restos del tercer hijo del Gran Maestro, Bayoán Lautaro, descansan en dicha ciudad, pero posiblemente en el cementerio situado en la avenida Máximo Gómez, ya que él falleció en la década del 60 del siglo XX. Quiere esto decir que el Peregrino del Ideal no está solo en la República Dominicana: su hija Rosalinda y su hijo Bayoán Lautaro —¡también su nieto Gustavo Adolfo de Hostos Carrasco!— están con él y de seguro con él se irán cuando Puerto Rico sea libre.

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(*) Eugenio María de Hostos. Obras completas. La Habana, Cuba: Cultural, 1939. Tomo III.

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