Opinión
Las fundangas de un funcionario / Oscar López Reyes
Con ojos de sapo, un vistazo irónico y su alarde de ser un hombre guapo, Papurrucho botó humo por los poros y, carcomido por la vanidad, se deslizó por un nuevo carretero en el que alborotaría la pompa y la soberbia, como en todos los gobiernos
Por Oscar López Reyes
José Ignacio Rivera Fernández (Papurrucho) brincó en un solo pie y dio la vuelta a la redonda cuando escuchó, por la radio y la televisión, que por un decreto presidencial había sido designado en un alto puesto gubernamental: Rrruuunnnggg: ¡capturé la gallina de los huevos de oro! Y no tardó en que se le salieran las babitas de la alegría contagiosa, empaquetado de esperanzas en su tradicional autoalabanzas y pedanterías.
Con ojos de sapo, un vistazo irónico y su alarde de ser un hombre guapo, Papurrucho botó humo por los poros y, carcomido por la vanidad, se deslizó por un nuevo carretero en el que alborotaría la pompa y la soberbia, como en todos los gobiernos.
En su afán de que la gente supiera que ya era un jerarca, su séquito carreteó, como un cortejo, por el parqueo de un conocido supermercado. Como una flecha, tocando sirena llegó un motor de alto cilindraje. En breve otro más, y luego una jeepeta desde donde salieron un camarógrafo, un fotógrafo y una bella con el swim de una reina. Más adelante arribó un jeepetón centelleando, con forzudos sin aplomo que protegían a un “pato macho” que levantaba un hombro y balbuceaba con un lujoso celular en su oreja izquierda.
Por todos los confines del Super se regó la voz de que por ahí viene el presidente de la República, y los parroquianos soltaron las mercaderías para salir a saludarlo. ¡Oh, tremebunda burla! Uno de ellos lanzó un grito lastimero: ¡es un sucio que andaba por los patios buscando votos! Otro se mordió la lengua, y cuando la liberó exclamó: ¡Miren a lo que se atreve ese mequetrefe!, y una viejita quedó dormida del salpullido que se le regó por todo el cuerpo.
El espectáculo de ese funcionario de medianía puso muchos nudos en gargantas y despertó un ramillete de miradas con imposturas, como torcer la boca. ¡Uuuuuuuuuu!: ¡esos son los que les hacen daño a un presidente tan humilde y sacrificado!, gimoteó un mayorcito demacrado y los dientes manchados, que tenía a su diestra a una dama que parecía ser su suegra.
Y en los grupos de descorazonados que en la tienda de comestibles aguardaron a su Presidente, refirieron que éste no sabía que funcionarios extravagantes -y enanos de correas- no dejan que las ambulancias -entre ellas las del 9-1-1- avancen para socorrer a enfermos, porque provocan tapones con sus sirenas y los conductores creen que trotan, haciendo bullas, burócratas cursis.
Como los ciudadanos están reclamando al jefe de Estado que el 16 de agosto se quite de su lado a esos “impertinentes” que actúan como el “hombre araña” y deterioran la imagen del gobierno, vamos a describir, en 30 confituras, su caracterología o conducta humana predominante:
1.- El funcionario entró a la institución con el aire de un faraón egipcio, ojeando con el coyote erguido. Tenía el pecho como Goliat y una escopeta llena de cartuchos.
2.- Inmediatamente cambió de teléfono móvil: obtuvo uno más light, con otro número.
3.- Al otro día se mudó del sector donde había vivido por muchísimos años, porque éste ya expulsaba un olor a perro.
4.- Comenzó a usar unos lentes oscuros, trajes de afamadas marcas, con nudos en las corbatas foráneos y a un costoso especialista en cirugía estética le pidió que le rebajara diez años de encima, porque ostentaba un elevado estatus.
5.- El funcionario se rodeó de diez guardaespaldas: corpulentos, de muy buena vista, con estirpe de vaqueros y experimentados en dar codazos.
6.- Compró otros dos celulares y dos pistolas de última generación, con ceniceros adjuntos, que se colocaba a la cintura.
7.- Asumió un nuevo estilo: cogió un mejor cuadre y hablaba más fino, como si trabajara para la Casa Blanca, de Washington, o el Kremlin, de Moscú.
8.- Empezó a visitar restaurantes de lujos, en los que requería que lo sentaran en butacas de caoba centenaria, frente a mesas con una docena de vajillas, y que fuera servido por camareros que no fueran calvos y sin verrugas.
9.- En la oficina y la casa bebía wisky, coñá y vino de la mejor cosecha del mundo, y en cada trago aventaba el buche.
10.- El incumbente remodeló y amplió su despacho: lo adornó con un cortinaje relumbrante y despampanante, y nombró a cinco secretarias, con tez blanca, relamidas y caras bonachonas.
11.- Todos los meses viajaba a lugares exóticos del extranjero, en camisas mangas cortas y con sonrisas de alivio. En sus veraneos pedía que le enseñaran a caminar sobre las aguas y le llevaran de compras para traer regalos caros.
12.- Aporreó a sus viejos amigos, y hasta a su barbero, y sólo se ligó a expertos, especialmente de ciencias criminalísticas.
13.- Conquistó a una amante, que manejaba un recién adquirido automóvil suntuoso, como una santa, con una mano y las piernas entrecruzadas.
14.- Pronto abandonó a su antigua y fiel esposa, porque se le parecía a una trabajadora forense.
15.- Las normas y las leyes las veía sin sentido, y a las personas como mimes. ¡Hey! ¡Hic!. Y con una sonrisa de oreja a oreja preguntaba (¡Hey! ¡Hic!) si todavía aparecen pobres y se oyen gases intestinales.
¿Y qué le pasó a su viejo amigo Guido Catalino Vásquez (Piolín)?
Dos meses después de que José Ignacio Rivera Fernández (Papurrucho) se juramentara en su cargo público, Piolín sintió la necesidad de llamarlo. Su travesía fue la que sigue:
1.- Piolín llamó por teléfono a Papurrucho. La secre le respondió: no ha llegado. Piolín: gracias!
2.- Volvió a llamarle el día siguiente: está en una reunión. Muchas gracias!
3.- A la semana: está hablando por teléfono. Gracias otra vez!
4.- A los siete días: lee el periódico. Piolín: Virgen Santísima.
5.- A las dos semanas: dice que te devuelve en un minuto. ¡Quiera Dios-Piolín-!
6.- A los tres días: tiene una visita. ¡Ofrézcome!
7.- A los cuatro días: está bebiendo café. ¡Cójelo!
8.- A la otra semana: está en el baño. ¡Caramba!
9.- Al día siguiente: está viendo televisión. ¡Diantre!
10.- Otra llamada telefónica, a los dos días: escribe una carta de amor. ¡El Diablo!
11.- En tres días: duerme siesta. ¡Ave María Purísima!
12.- En 15 días, por la mañana la secre contesta: se despertó y está limpiando los zapatos. ¡Ay ombe!
13.- En la tarde: tiene otra visita. ¡Qué barbaridad¡
14.- En la nochecita: dice que te devuelve en breve. ¡Quiera Dios-Piolín-¡
15.- En la noche: se marchó y regresa en 15 días. ¡Ummmmmmm! ¡Carajo, hijo de la gran p.!
En los días subsiguientes, el presidente de la República canceló a Papurrucho, quien con la boca pequeñita y como un pollo acatarrado, en unos meses volvió a visitar fugazmente a su viejo sector. Reconoció perfectamente a Piolín, porque con mucha fuerza le mencionó su nombre. Lo saludó con la frase de siempre: ¡cómo estás, amigo fiel, amigo querido! Piolín lo miró de frente, con los ojos bien abiertos, y no le respondió, recordando en silencio que “Dos piedras no se juntan, pero dos hombres sí”.
Su carro y residencia de lujo, su estancia campestre, su yate y su billetera más grande que el Faro a Colón no le valieron colectivamente: nadie le hizo caso, y lo votaron del partido. Y fue tan pronunciado el despecho que tuvo que irse con el rabo entre las piernas. Es que “quien en malos pasos anda, malos polvos levanta”.
En poco tiempo, a Papurrucho le creció gigantescamente la original barriguita y le decretaron hipertensión, diabetes, deformación esquelética, ansiedad, insomnio, raquiña y se le acortó el cuello. Terminó los últimos días de su vida escuchando cuando le enrostraban: “A hijo malo, pan y palo”.
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