Opinión

Max Henríquez Ureña y la Biblioteca Nacional: la visión de un humanista/ Miguel Collado

¿Merece Max Henríquez Ureña que algún espacio de la principal biblioteca del país, cuya creación él propusiera, lleve su nombre? Pienso que sí: sería lo justo

Por Miguel Collado

Max Henríquez Ureña —el insigne humanista, autor del clásico Panorama histórico de la literatura dominicana (1945), hermano del también humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña— fue colaborador del periódico Listín Diario entre 1967 y 1968. Su columna se llamaba «Desde mi Butaca» y firmaba sus artículos con el seudónimo de Hatuey, nombre del célebre cacique taíno que enfrentó a los invasores españoles comandados por Diego Velázquez.

Ocurre que en su artículo titulado «La Biblioteca Nacional», datado el 27 de abril de 1967, el brillante hijo de Salomé Ureña de Henríquez planteaba la necesidad de que en el país se creara precisamente esa biblioteca, que aún no existía, asumiendo ese rol la Biblioteca Central de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) desde que la misma fuera organizada, en los años 40 del siglo XX, por el legendario bibliotecario español Luis Florén Lozano. En el primer párrafo de ese artículo Max dice:

«Con motivo de la clausura de la Feria del Libro en la Casa de España este año (y conste que de feria no tuvo nada y de libros hubo poco), un joven intelectual, el licenciado Pedro Bisonó, presidente de la Asociación de Libreros Dominicanos, trajo sobre el tapete de la consideración pública un tema que, aunque viejo, representa todavía una necesidad imperiosa: la creación de la Biblioteca Nacional y la fundación de numerosas bibliotecas de cultura general».

La preocupación de Max que se correspondía con esa visión sensitiva que hizo de la familia Henríquez-Ureña una familia excepcional, la de mayor hidalguía espiritual en la historia cultural dominicana. Y es él quien emprende esa grandiosa empresa de educar al pueblo dominicano en torno a la naturaleza e importancia de una Biblioteca Nacional. Transcribimos, a continuación, algunos de los párrafos de su magistral artículo:

«Nuestra carencia de bibliotecas públicas es notoria. Es de advertir que, si bien ha habido frecuentes iniciativas para suplir otras deficiencias de nuestra difusión cultural, en lo que atañe a bibliotecas estamos paralizados hace tiempo. Y la creación de la Biblioteca Nacional es y tiene que ser el punto de partida de una vasta campaña para lograr que el hábito de la lectura arraigue y se extienda en el seno de nuestro pueblo. Además, una biblioteca nacional satisface en primer lugar un imperativo categórico de carácter cultural, cuyo cumplimiento no debe eludirse ni descuidarse. Siguiendo sus huellas se irán formando otras, hasta tener diseminada en todo el territorio nacional una amplia red de centros de lectura en los que pueda satisfacer la juventud su curiosidad intelectual y sus ansias de saber».

Max continua diciendo:

«Naturalmente, al hablar de una red de bibliotecas no debe entenderse que la función de esos centros sea invariablemente la misma. Si menciono en primer lugar la Biblioteca Nacional es porque ese tipo de centro de lectura tiene un carácter muy amplio y general y debe tener, como primera obligación, la ordenación, catalogación y conservación de la producción [bibliográfica] nacional. En una Biblioteca Nacional nada sobra de lo que se imprima en el país, pues una hoja volante cualquiera, lanzada a la calle en día de agitación política, puede ser, en el andar del tiempo, un tesoro imponderable para el historiador. De todos modos, la primera obligación de una Biblioteca Nacional es la de evitar que se destruya o extravíe ningún libro, folleto u hoja suelta impreso en el país. De ahí que buen número de impresos nacionales deban ir, dentro de la Biblioteca Nacional, ‘a la reserva’, porque se trata en muchos casos de ejemplares únicos que no

deben, en caso alguno, salir del rincón que les está reservado, y deben ser consultados allí mismo por los investigadores y estudiosos».

Y en el quinto párrafo de su artículo, el tercer hijo de Salomé Ureña de Henríquez y Francisco Henríquez y Carvajal sigue educando al pueblo dominicano —porque en esencia eso fue: un Maestro—:

«Hay, como ya lo he sugerido, muchos y muy diferentes tipos de biblioteca, pero la Biblioteca Nacional debe abarcarlos todos. Hay bibliotecas especializadas para el estudio y la investigación de determinadas ramas de conocimiento, pero en toda biblioteca, aunque sea especializada, debe haber a disposición del lector ciertos libros de información general, ya que a menudo los investigadores tienen que nutrirse con datos enciclopédicos».

Cuatro después, en febrero de 1971, fundada en 1971 en la Plaza de la Cultura «Juan Pablo Duarte» de la ciudad de Santo Domingo la Biblioteca Nacional de la República Dominicana y treinta después, en el 2001, fue bautizada con el nombre del insigne humanista Pedro Henríquez Ureña. Ahora bien, ¿merece Max Henríquez Ureña que algún espacio de la principal biblioteca del país, cuya creación él propusiera, lleve su nombre? Pienso que sí: sería lo justo.

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