Opinión

Ideas en movimiento o fragmentos de mi pensar (4)/ Miguel Collado

Por Miguel Collado

 

Al poeta Rafael Abreu Mejía

in memoriam

 

34. ¿QUÉ ES UN POEMA?

Un poema trasciende lo literario; no es posible expresar de otro modo lo que en él se dice. El poema deja huellas a veces imposible de descifrar: es un laberinto envolvente interminable, un espejismo: vemos en él lo que no existe y lo que en él subsiste nunca podemos saberlo. ¿Cómo explicar lo inasible, lo invisible, lo que sólo es posible presentir a través de las palabras? Un poema puede ser una vida latiendo y muriendo o una muerte que resucita y retorna al mundo de los sufrientes. Escribimos un poema y anhelamos llegar al fondo, a la raíz de todo; aspiramos a decirlo todo, aunque quede ese vacío enorme en el alma al comprender nuestro fracaso, porque la vida desborda las posibilidades del poema. ¿Acaso es el poema quien nos escribe a nosotros y no nosotros a él?

35. ESCRIBIR ME LIBERA

No es posible que el resto del mundo esté en la misma frecuencia de uno. Si eso fuera posible entonces carecería de sentido la frase «Cada cabeza es un mundo». Por entender eso es que nunca escribiría nada asumiendo que despertará el interés de todos los seres que pueblan el planeta. De tal vanidad no sería presa. Escribir produce en mí una sensación de liberación, de pureza interior. ¡Lo puedo asegurar! Y si lo que escribo puede contribuir con la liberación interior de otros, entonces he de sentirme doblemente compensado por la vida.

36. DEBER DE UN ARTISTA

Pienso que un artista no tan solo está en el deber de ofrecer a su público un arte de calidad en su forma y en su contenido, sino también debería ser ejemplo de conducta ante la sociedad, lo cual incluye ―en el caso de un cantante, por ejemplo― la forma de expresarse ante su público, cuidando siempre sus palabras y las ideas que transmite. Debe pensar bien antes de hablar bien, pues él ha de ser visto como modelo, como paradigma, por aquella juventud que lo sigue, que lo aplaude y que lo admira.

37. IMPORTANCIA DE LA LENGUA

La lengua lo es todo en el oficio de escritor. De su dominio y buen uso de la misma deriva la grandeza de la obra literaria. Indudablemente, otros factores como la sensibilidad y el talento entrarán en juego. De tanta relevancia es la lengua, que la historia cultural de un pueblo en gran medida vendría siendo la historia de su lengua, es decir, de la evolución de su idioma. Entre saber pensar y saber escribir existe un estrecho vínculo y ese vínculo es más estrecho en la medida en que mayor sea el dominio de la lengua en que se escribe.

38. EL HABLA VS. LA ESCRITURA

I

Se va imponiendo el habla y la escritura va siendo desplazada en el quehacer literario de hoy. El auge de las redes sociales, que se inició en tiempos de pandemia con el zoom (2019-2022), le ha propinado una herida mortal al texto concebido para ser leído por los otros: ahora el texto, como acto de egoísmo literario vanidoso, es leído por su autor para los otros, que están ahí, en el auditórium, como oyentes, no como lectores. Es el espectáculo impuesto por la oralidad. ¿Desaparecerán las imprentas del mismo modo en que han ido desapareciendo las librerías? Podría ocurrir, porque si ya no hay lectores porque éstos han pasado a ser oyentes, entonces para qué las imprentas si ya no vamos a imprimir libros. «¡Viva la oralidad!», exclamarán aquellos aspirantes a escritores que odian las reglas gramaticales establecidas para el buen escribir. Porque las del buen hablar, en cierto modo, son más fáciles y menos comprometedoras. Para pronunciar la palabra «café» no hay que saber que lleva una tilde en la «e»; para escribirla sí hay que saberlo, es decir, no existe esa preocupación, esa angustia, por colocar los acentos en las sílabas correctas para indicar la pronunciación que mandan las palabras acordes con la normativa gramatical. Es así como la oralidad es una amenaza para el desarrollo de la evolución de la escritura, así como ésta lo es para el escritor improvisado y mediocre con temor a que lo lean porque podría ser descubierta su incompetencia para escribir correctamente. El «escritor» oral suele ser diestro orador y ante el público de oyentes —repito, no de lectores— usa recursos que impiden ver sus deficiencias como escritor: el tono de la voz, los gestos, la interacción con el medio y hasta algunas humorísticas ocurrencias. Sin lugar a dudas, el habla es una efectiva herramienta para la comunicación humana —disfruto de un diálogo ameno con un buen amigo, con una dama de dulce voz o con mi agradable hija—, pero la escritura es la herramienta esencial de la literatura, un arte que ha venido perdiendo belleza por el exagerado uso de la oralidad por parte de sus oficiantes, especialmente de los poetas, cada vez más numerosos y espectaculares.

II

A propósito de lo anterior, debo decir que he venido observando el modo en que los escritores —especialmente los poetas— ansían más ser escuchados que ser leídos. Es intenso el afán por participar en recitales virtuales y presenciales. Incluso hasta se enemistan con los organizadores de esos eventos si no los invitan para leer. De hecho, las ferias de libro se han convertido en eso: en presentar a poetas hablando «por un tubo y siete llaves», como solía decir, con su peculiar estilo de hablar, el poeta Alexis Gómez Rosa. ¿Qué estará pasando? ¿Estamos retornando a la Edad Media, cuando la poesía era crónica cantada o recitada? A veces son montados eventos en los que dicen su poesía hasta veinte poetas y algunos de ellos nunca ha publicado un libro, pero al ser presentados por el moderador la lectura de su reseña es tan extensa que aburre al público. Se está hablando demasiado y trabajando poco la literatura. Ahora todo es un espectáculo, todo es un «vedetismo literario». A las bibliotecas ya no solo les hacen falta lectores: también les hacen falta libros de esos nuevos autores (algunos no tan nuevos) que solo leen sus textos en recitales y ferias alcanzando notoriedad de manera espectacular: como los generales con fama sin haber tirado nunca un tiro.

39. AL FINAL DE LA RUTA

Al final de la ruta ―después de que uno, viendo hacia atrás, pasa balance a lo que ha hecho en la vida―, uno fácilmente podría llegar a la dramática conclusión de que uno no es ni lo

que es ni lo que ha sido, sino lo que uno tiene, lo que, en términos materiales, uno posee para vivir sin tener que mendigar, sin tener que dar lástima, porque, al final de esa ruta ―es doloroso decirlo, pero ocurre a diario―, uno se va quedando solo, más solo que cuando uno nace, porque ya hace tiempo que el ser que nos dio la vida ha partido, ya no está para, con su ternura y aliento, acallar nuestro grito amamantándonos con su amor, refugiándonos en su regazo. Al final de la ruta, al mirar hacia atrás, es duro llegar a la conclusión de que no hemos hecho nada trascendente en nuestra vida, nada por lo que ni siquiera merezcamos ser recordados por los que seguirán viviendo y que, luego, también llegarán a ese punto final de la ruta existencial. ¿Qué podría quedarnos? Tal vez esto: acaso tres o dos amigos leales a la amistad, uno que otro hijo agradecido o desagradecido, la amargura de no habernos decidido a tiempo cuando el verdadero amor nos rondaba, algunos sueños inconclusos, algunas esperanzas rotas, algunos arrepentimientos o resentimientos inútiles y absurdos o quizá una fiel y valerosa compañera que estuvo toda su vida a nuestro lado para llegar, con nosotros, hasta el final de la ruta.

40. SOLTAR, DEJAR IR

En la vida, en la medida en que uno va acercándose al final de la ruta vital, va perdiendo y dejando cosas. Y entre las que va soltando están aquellas a las que deja de pertenecer por entender que carecen de sentido o de razón de ser o de importancia. Soltar, dejar ir, suele ser muy saludable para el alma humana.

El autor es poeta, escritor y editor

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