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A la memoria de Eugenio María de Hostos, ciudadano eminente de América (2)/ Miguel Collado

Con precisión perfecta el cuarto de sus siete hijos, Adolfo José de Hostos Ayala, registra la fecha y la hora exactas en que tiene lugar, en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana), el deceso de Eugenio María de Hostos

Por Miguel Collado

CIRCUNSTANCIA HISTÓRICA EN QUE TUVO LUGAR LA MUERTE DE HOSTOS

Con precisión perfecta el cuarto de sus siete hijos, Adolfo José de Hostos Ayala, registra la fecha y la hora exactas en que tiene lugar, en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana), el deceso de Eugenio María de Hostos: «el 11 de Agosto de 1903, a las 111/4 p.m., durante una perturbación atmosférica»,(1) como si acaso la naturaleza expresara su dolor por la muerte de quien tanto la amó. Sí, rugía la naturaleza con sus rayos y truenos en la Primada Ciudad de América que le acogió como a un verdadero hijo. Esa naturaleza expresaba su dolor por la partida definitiva del Gran Maestro. Es desgarrador el testimonio dado sobre la muerte de Hostos por ese hijo agradecido. Él es quien mejor describe los momentos últimos del padre ejemplar, del Maestro de América:

Adolfo José de Hostos Ayala

«[Estaba] yo solo, junto a su lecho de enfermo en la Estancia Las Marías, en momentos en que no se esperaba un desenlace fatal. De pronto me pareció que su cabeza se ponía enorme, los cabellos blancos caídos sobre las sienes semejaban una aureola de santo que iluminaba su rostro inmóvil. Un súbito brisote acompañado de un trueno lejano, batió las ventanas de su alcoba. Presentí el fin. Acerqué una mejilla a sus labios y me dio su último beso en tierno bosquejo. Apenas balbuceó: «¡Mi mujer, mis hijos¡», y cerró los ojos para siempre. Quedé por tan largo tiempo impresionado ―continua el hijo, herido por la nostalgia― que, justamente el día del primer aniversario de su muerte, quedéme triste y conturbado como si hubiera cometido un pecado al oír en el vecindario el eco de una alegre cantinela. Nunca se ha apartado de mi mente la idea de que tenía necesariamente que haber auténtica grandeza en el alma de un hombre que se inmola a sí mismo por el bien de la Humanidad»,(2) concluye, reflexivo, Adolfo de Hostos.

En los años iniciales del siglo XX las frecuentes revueltas armadas en las diferentes regiones del país y los conatos de guerra civil —todo producto del caudillismo imperante— fueron creando un enrarecido clima político y erosionando la vida económica de la nación dominicana de tal manera que era inevitable que sobrevinieran la inestabilidad social y el caos, y el desastre en la administración del Estado fue una consecuencia directa e inmediata: la corrupción y las intrigas surgieron como monstruos voraces en la Administración Pública. Había crisis política, había crisis moral. Y esa situación alejaba toda posibilidad de que Hostos pudiese retomar su proyecto pedagógico interrumpido en 1888 con su partida a Chile y poder convertir en realidad su sueño de transformar el modo de sentir y de pensar de los dominicanos fundamentados en su ideal de «forjar los espíritus en el molde de virtud que en la razón se inspira». Todo se veía oscuro, la sinrazón se imponía; el país que Eugenio María de Hostos había aprendido a amar como si fuera el suyo ya no era el mismo.

Y bajo esas circunstancias históricas sombrías es que tiene lugar la muerte de Eugenio María de Hostos. Pero hay una circunstancia que no es ni física ni política ni de otro tipo, sino moral-espiritual, que socava la vida del preclaro antillano. Pedro Henríquez

Ureña, que había sido tocado tempranamente ―en su adolescencia― por la magia envolvente del pensamiento hostosiano, la describe así: «Volvió a Santo Domingo en 1900 a reanimar su obra. Lo conocí entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos, tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de asfixia moral».(3)

SOBRE LOS RESTOS MORTALES DE EUGENIO MARÍA DE HOSTOS

Los restos del prócer antillano Eugenio María de Hostos estuvieron en el patio de la Capilla de la Tercera Orden Dominica, en la calle Padre Billini de la ciudad de Santo Domingo, hasta que el 30 de junio de 1985 ―como resultado de la efectiva gestión llevada a cabo por la ejemplar educadora hostosiana Ivelisse Prats-Ramírez de Pérez en su calidad de Secretaria de Estado de Educación― los mismos fueron trasladados al lugar en el que se encuentran actualmente: el Panteón de la Patria.

La maestra Prats-Ramírez de Pérez (1931-2020) presidió la comisión que tuvo a su cargo dicho traslado. La disposición del presidente de la República Dominicana, Salvador Jorge Blanco, está contenida en el Decreto No. 3070, de fecha 19 de junio de 1985. Sobre las circunstancias en que tuvo lugar la muerte del Gran Maestro de América hay detalles en nuestra obra Tributo a Hostos (Textos en su memoria).

Para la microhistoria hostosiana es relevante decir que los restos de Hostos habían sido traslados a dicha Capilla ―llamada simplemente «Capilla de los Dominicos»― desde el cementerio de la avenida Independencia en 1947, situado a pocos metros de la plaza solariega donde, en 1912, fue construido el actual Parque Independencia. En esa solemne ocasión el ilustre Federico Henríquez y Carvajal volvió a pronunciar otro discurso panegírico memorable.

Ahora bien, ¿por qué los restos de Eugenio María de Hostos se encuentran en República Dominicana y no en Puerto Rico, su patria natal? Es una pregunta que casi siempre alguien nos hace al final de cada conferencia que dictamos sobre el preclaro antillano. Los restos del Gran Maestro de América reposan en la República Dominicana desde el momento mismo de su fallecimiento debido a que ese fue su deseo expresado antes de morir con las siguientes palabras: «Yo quisiera morir en mi isla querida; pero no tendré esa dicha si llega mi hora siendo ella esclava». Testigo fue su hijo Adolfo de Hostos Ayal.

Considerado dominicano por sus grandes aportes en materia educativa a la que fuera su segunda patria, fue declarado oficialmente PADRE DE LA EDUCACIÓN MODERNA DOMINICANA y digno de estar, donde hoy está, junto a los grandes héroes nacionales, en el Panteón de la Patria, ubicado en la calle Las Damas de la Primada Ciudad de América, donde reposan sus restos inmortales desde el 30 de junio de 1985. Su cripta está al lado de la de su gran colaboradora y amiga solidaria Salomé Ureña de Henríquez, es decir, juntos en la inmortalidad.

«HOSTOS FUE UN TROTAMUNDOS PÓSTUMO»

Visita nuestra memoria un recuerdo hostosiano. En cierta ocasión caminábamos, en compañía de la socióloga Eulalia Flores, por el campo santo donde recibieron cristiana sepultura los restos de Hostos y esa distinguida hostosiana, Secretaria General del Centro Dominicano de Estudios Hostosianos (CEDEH), nos planteó una tesis curiosa: «Collado, Eugenio María de Hostos ha seguido siendo un trotamundos después de muerto, puesto que sus restos han sido exhumados en tres ocasiones, es decir, ha sido inhumado cuatro veces».

Cabe aclarar que eso ha ocurrido debido a las circunstancias en que se ha tenido que trasladar los restos del Maestro de una tumba a otra para preservarlos y para honrar su memoria en fechas específicas. Veamos:

1) es inhumado el 12 de agosto de 1903 en la tumba de la familia de su amigo y discípulo Cayetano Armando Rodríguez;

2) en 1925 es exhumando por primera vez para ser trasladados sus restos a un panteón cuya construcción fue costeada por sus discípulos y profesores normalistas en el mismo cementerio de la Av. Independencia;

3) en 1947 es exhumado por segunda vez para ser trasladados sus restos a la Capilla del Convento de los Dominicos, en la zona colonial, donde estaba la escuela del Ayuntamiento Municipal y donde Hostos impartía sus cursos; y

4) en julio de 1985 es exhumado por tercera vez para ser depositados sus restos en el Panteón de la Patria, donde todavía reposan.

Si algún día Puerto Rico, su Madre Isla, llegara a ser libre e independiente entonces Eugenio María de Hostos sería exhumando por cuarta y última vez. Como el caso del Peregrino del Ideal, los restos de otros patriotas puertorriqueños reposan en otras tierras, lejos de su patria: Segundo Ruiz Belvis (1829-1867) en Valparaíso, Chile; José Francisco Basora (1832-¿1882?) en Jacmel, Haití; y Lola Rodríguez de Tió (1843-1924) en La Habana, Cuba (Cementerio Cristóbal Colón). Ruiz Belvis, considerado en Puerto Rico uno de los padres de la patria, murió muy joven (a los 37 años de edad), por lo que Hostos dijo, ante su lápida en 1873, las siguientes palabras:

«¡Amigo de mis ideas!, ¡compañero de ímprobo trabajo!, hiciste bien en descansar de la existencia. Descansaste a tiempo… No viste pisoteada la lógica… repudiada la justicia… encarnecido cuanto es bueno… renegado cuanto es cierto… fementidas las promesas de la razón universal, muertas las esperanzas más concienzudas, hechas cenizas las aspiraciones más puras del alma humana, reducidas a fangosas realidades las verdades más queridas. No viste el bacanal de la injusticia, el carnaval de la indignidad, la orgía de todos los errores… la edad de oro de todos los egoísmos repugnantes…»

El autor es poeta, escritor y editor dominicano

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