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MUJERES CON HISTORIAS La valkiria que cabalgaba con los SS

No diré que las haya oído cabalgar de niño como dicen que lo hizo Wagner (quién si no) pero siempre he tenido, desde que me alcanzan los recuerdos, una debilidad por las valkirias; como por las amazonas: por todas las mujeres salvajes y guerreras, en realidad. Brunilda, Sigrún, Waltraute (que tiene nombre de vino del Rhin), Skuld, Gunnr, Orlinde o Göndul son algunas de esas doncellas sobrenaturales que “asignan la muerte y gobiernan la victoria” y que en la mitología nórdica recogían a los más valientes caídos en la batalla para llevarlos al Valhalla, donde Odín los instalaba en el famoso salón de 540 puertas del Vingölf, a fin de que le echaran una mano cuando llegara el Ragnarök, el fin de los tiempos.

En tiempos modernos, la valkiria más destacable, versiones operísticas al margen, ha sido Valkiria Mitford, la quinta de las seis famosas y aristócratas chicas Mitford, esas celebrities avant la lettre que parecen salidas de la pluma de Evelyn Waugh o Noël Coward y que, en los años treinta, y después, cautivaron la imaginación de los británicos como representación de la más puesta clase alta de su país. Hermana de las célebres Nancy, Diana y Deborah (que se convirtió en duquesa de Devonshire y fue muy amiga y correspondiente de Patrick Leigh Fermor, a su vez amigo mío, lo que me daría una entrada directa con las Mitford, si no fuera porque están ya todas muertas), Unity Valkyrie Freeman-Mitford (1914-1948) -ese era su nombre completo- pareció destinada desde su bautizo, e incluso antes, pues sus padres decían que la habían concebido en la población de Swastika, Ontario, a liarla parda.
Y así lo hizo: presa desde niña de una germanofilia de aúpa, Valkiria (el nombre vino de la amistad de su abuelo con Wagner) se convirtió en una nazi redomada, de un furibundo antisemitismo, y consiguió con veinte añitos no solo llegar a conocer a Hitler sino a entrar a formar parte de su núcleo íntimo de amistades, un grupillo detestable en el que desde luego no desentonaba (no dudaba en denunciar a quien cuestionaba al régimen y se instaló en un piso requisado a un matrimonio judío, redecorándolo mientras ellos estaban aún recogiendo sus cosas). El infame Julius Streicher la dejaba hablar en sus mítines y escribir en su periódico antisemita. Eva Braun le tenía celos.
Yo pensaba que la joven británica, a la que llamaban Bobo, no era más que una excéntrica rebelde, naíf, con poco seso e incluso grave inestabilidad psicológica, que perseguía con su comportamiento de niña bien mala darse notoriedad y escandalizar a su familia y a la sociedad británica (hacía el saludo nazi y gritaba “¡Heil Hitler!” hasta en Chelsea, y afirmaba en público que había que disparar a los judíos). Es verdad que la chica, la oveja negra de las Mitford -aunque resultaron ser unas cuantas-, estuvo muy próxima a Hitler, al que trataba de tú, y que este la apreciaba (a su singular manera de apreciar) y le puso piso, pero me parecía que había mucho de fantasía en lo que contaba de su experiencia, y en lo que se contaba de ella. Tenía a Unity por una valkiria de vía estrecha, vamos.
Sin embargo, tras leer la biografía Hitler’s Valkyrie, the uncensored biography of Unity Mitford (The History Press), del escritor, periodista y director de documentales David R. L. Litchfield, me he quedado patidifuso. El autor, que tuvo acceso a nueva documentación, en parte por razones familiares al haber conocido bien su madre y su abuela a Unity, traza un retrato absolutamente distinto del que yo me había formado de la joven. Mucho más interesante, sin duda.

Unity Mitford con Fritz Stadelmann, ayudante de Hitler, en Berlín en 1933.
Unity Mitford con Fritz Stadelmann, ayudante de Hitler, en Berlín en 1933. GETTY IMAGES

Explica que de tonta, Unity ni un pelo, e inocente -era una ávida lectora de Blake y tenía un talento sobresaliente para dibujar figuras desnudas copulando (decía que eran “ángeles caídos”)-, menos. De hecho, abre su biografía, dotada de unas estimulantes mala leche e ironía dignas de Truman Capote o de Terenci Moix, y muy bien escrita, con la descripción de una de las orgías que, sostiene, se montaba la valkiria con miembros de las SS, a los que denominaba, familiarmente, storms por Sturmführers, jefes de asalto (!). Litchfield explica cómo Unity lleva a seis SS a su apartamento en el Múnich de preguerra y tras dejar que la aten a la cama rodeada de banderas nazis y le venden los ojos con un brazalete con la cruz gamada, se deja tomar por la escuadra mientras en el gramófono suena el Horst Wessel Lied, el himno icónico nazi. Como se ve, de valkiria estrecha, nada. Parece que estemos en los predios de Salón Kitty o Portero de noche, pero Litchfield asegura que el cuadro erótico de “Sturms (sic) und Drang”  que, señala, se repitió muchas veces, es absolutamente real y que fue testigo la hermana de Unity, Diana (otra Mitford parda: también admiraba a Hitler y se casó con Oswald Mosley, el líder del partido nazi británico), que la habría pillado una vez in fraganti. Diana no solo no le reprocharía nada a su hermana menor, sino que también habría tenido amantes de las SS, “aunque de uno en uno”.
La promiscua valkiria, a la que le gustaba uniformarse ella misma de negro, realizaría esos actos como una especie de ceremonia mística de entrega por persona(s) interpuesta(s) a su adorado Führer, Adolf Hitler. El biógrafo afirma que el propio Hitler sabía de esas fiestas con final feliz y se las tomaba como un excitante cumplido. Siempre se ha debatido si Hitler y Unity, que tenía un aspecto de recia y sanota doncella aria de ojos azulísimos, de las que le gustaban al líder nazi, pasaron a mayores (incluso se les acreditó un hijo que hoy correría por Inglaterra). Lichfield no lo cree y opina que la relación se mantuvo en el ámbito de lo platónico-morboso por ambos lados. Para Unity, que veneraba a Hitler, era prácticamente imposible consumar con el que tenía por una divinidad. Mientras que Hitler, aunque le ponían las aristócratas, era consciente de los problemas políticos de hacérselo con una británica, por muy nazi que esta fuera –y menos aún con una que se había llevado a la cama a la mitad del Leibstandarte SS-. Al parecer, hubo sin embargo un momento en que Adolf decidió lanzarse: invitó a Unity a una cita íntima en la cancillería y esta al llegar observó que su amado Führer había dispuesto sobre una mesa una botella de champán.
Finalmente, la relación habría entrado en lo más patológico y “necromántico” al desear ella morir por él y Hitler convencerla de que su misión era hacerle de “valkiria personal”, y esperarlo más allá de la muerte.
La aproximación de Unity a Hitler, que no tuvo nada de banal ni de pose, fue minuciosamente planificada. Tras caer rendida en el multitudinario congreso nazi en Núrenberg, en 1933, en el que la familia Mitford tenía asientos VIP, como para otros parties del partido, lo rondó durante meses en sus lugares favoritos, hasta que por fin él la invitó a su mesa, en la Osteria Bavaria de Múnich, el 9 de febrero de 1935 (“el día más feliz de mi vida”, escribió ella), y empezaron la relación. Se vieron al menos en 140 ocasiones, incluido, claro, el Festival de Bayreuth, al que la invitó él, que tenía buenas entradas.
Unity finalmente se pegó un tiro en la cabeza con una Walther de pequeño calibre, el 3 de septiembre de 1939 en el Englischer Garten de la capital bávara al enterarse de que Gran Bretaña le había declarado la guerra a Alemania. Es curioso cuántas mujeres que rodeaban a Hitler se dispararon: su sobrina Geli, Eva Braun, Magda Goebbels. Unity Valkiria no murió (todo el episodio está rodeado de teorías conspiratorias y rumores) y Hitler arregló que la trasladaran a su país, donde vivió, incomprensiblemente sin ser juzgada por traidora, y ni siquiera investigada, hasta su muerte en 1948, a causa de secuelas de la herida (no sin antes haber seducido la chica a un piloto de la RAF). Parece que la trastornó especialmente la noticia del suicidio de Hitler, al que sintió que le había fallado como su valkiria.
Hay revelaciones en la biografía que me han parecido bastante increíbles, como lo de que Unity perdió la virginidad con su cuñado Mosley sobre una mesa de billar. Pero, desde luego, es sugerente. Lo mejor es que Litchfield les pega un viaje de aquí te espero a los tan esnobs Mitford, especialmente a la madre, Lady Redesdale -una bruja maliciosa que, sostiene, ambicionaba casar a su hija con Hitler-, a los que califica de “la familia fascista número uno de Gran Bretaña”. Asegura que Unity no era una excepción (con Diana), como trataron de hacer creer, sino producto de la forma de pensar de todos ellos (solo se salva la comunista Jessica, la más joven), característica de la aristocracia británica de la época, cuyas retoñas (y retoños) se pirraban por los uniformes de los nazis y lo que había dentro. El antisemitismo era corriente en esa clase, como la idea de higiene racial, aunque, apunta con característica sorna Litchfield, la esterilización de los alcohólicos les habría parecido ir un poco lejos porque los hubiera diezmado.
No es extraño que tras la guerra se quisiera correr un velo de silencio y olvido sobre esa época, y convertir a la valkiria en un patito ideológicamente feo y excéntrico, aunque visto cómo marcaba el paso sería más acertado decir una oca.

PRACTICANDO LA AUTOASFIXIA ERÓTICA CON EL HERMANO DE ‘EL PACIENTE INGLÉS’

Por la estupenda biografía de John Bierman sobre Lászlo Almásy, el personaje real que inspiró la novela y la película El paciente inglés, ya sabía de la relación íntima de Unity Mitford con el hermano mayor del explorador, Janos Almásy, un tipo corrupto y compañero de viaje de los nazis. Pero Litchfield descubre aspectos morbosos de esa relación, como que la valkiria y el castellano de Burg Bernstein (la fortaleza familiar en la frontera entre Austria y Hungría), reputado astrólogo y satanista, oficiaban ritos nigrománticos en el castillo y se entregaban a prácticas sadomasquistas, entre ellas la autoasfixia con un lazo de seda, que Unity denominaba graciosamente “mis jadeos”. La joven británica habría conocido a Janos a raíz de la amistad de este, bisexual, con su hermano Tom, otra joya de los Mitford, también admirador de los nazis y que se negó a luchar contra ellos en Europa, así que lo enviaron a pelear contra los japoneses (lo mató un francotirador en Birmania). Habiendo visitado el castillo Bernstein, doy fe de la extraña atmósfera que se respira –incluso tienen fantasmas acreditados- y de la nutrida biblioteca ocultista. Desgraciadamente, estaba entonces más interesado en el conde Almásy y sus experiencias en el desierto que en las andanzas de su hermano y Unity. A saber qué secretos hubiera podido descubrir aquella larga noche entre los muros de la casa de los Almásy, donde aún debían resonar los jadeos de la valkiria.

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