Opinión
Pederastia y homofobia en la Iglesia Católica / Rosario Espinal
Por: Rosario Espinal
En el pasado, cuando las restricciones para vivir la homosexualidad con normalidad eran inmensas, ingresar a una orden religiosa con practica del celibato, constituía un mecanismo de protección personal. La divinidad del oficio removía sospechas y daba inmenso poder y estatus social.
En la medida que aumentaron los escándalos de sacerdotes pederastas, se hizo evidente que la sexualidad reprimida y externada de manera aberrante con menores, ha sido un grave problema en la Iglesia Católica.
Ante los primeros escándalos en Estados Unidos, se quiso atribuir el asunto a una aberración de la sociedad norteamericana. Pero la secuencia de escándalos en Irlanda, Holanda, Alemania, ahora Australia, y otros países mostraron que el problema no era de una sociedad específica, sino que estaba en la misma Iglesia.
Esto obligó eventualmente a la jerarquía eclesial a no buscar más chivos expiatorios, y a reconocer que no podía seguir siendo refugio de delincuentes sexuales que evaden la ley al amparo de una institución cuya misión debe ser el bien. El problema, además, ha costado muchos millones de dólares en indemnizaciones.
El Vaticano tiene derecho a mantener el celibato si lo desea. Lo que no puede es albergar sacerdotes sin la madurez personal y sexual necesaria para el trabajo pastoral, ni encubrir criminales mediante su rotación en parroquias, aumentando así el número de víctimas como sucedió por mucho tiempo.
La Iglesia Católica, ni ninguna otra, debe tampoco dedicarse a promover la homofobia, negando a las personas homosexuales el derecho a vivir dignamente según su condición humana.
Si en las décadas de 1940, 1950 o 1960, los homosexuales hubiesen sido aceptados en las sociedades, y hubiesen podido vivir dignamente de acuerdo a su orientación sexual, muchos no hubiesen ingresado a una congregación religiosa para encubrir su homosexualidad y lograr aprecio y poder social.
La homofobia en la Iglesia Católica ha convivido en sus entrañas con horrendos actos de pederastia por parte de algunos sacerdotes, y con el ocultamiento del crimen por sus superiores para salvar el pellejo institucional.
En vez de arrogancia o victimización, la jerarquía católica debió expresar desde el inicio mayor dosis de modestia y transparencia.
El problema de la pederastia no emana de que haya una conspiración contra la Iglesia Católica en el mundo como se quiso decir, sino de la magnitud de los crímenes cometidos por algunos religiosos que optaron por ejercer poder sexual sobre menores, y fueron encubiertos en sus actividades delictivas.
En la República Dominicana se dieron dos sonados casos recientes de abusos y encubrimientos: el del ex Nuncio Wesolowski y del llamado padre Gil en Juncalito. Ambos salieron huyendo del país con la complicidad de superiores justo antes de que explotara la noticia.
Gil enfrentó la justicia en Polonia (no aquí, donde debió hacerlo), y Wesolowski murió en arresto domiciliario en el Vaticano sin enfrentar mayor castigo, pues ni siquiera asistió a la audiencia alegando problemas de salud.
Mientras todo eso ocurrió, los menores dominicanos abusados por esos dos sacerdotes, quedaron en esta isla tropical sufriendo no solo su pobreza, sino también el abuso sexual.
Como ocurre con frecuencia, a menos que haya una indemnización monetaria que compense en algo los males físicos y emocionales, los abusados tienen un solo destino: sufrir en soledad el abuso.
A diferencia de otros países con mayor tradición en la defensa de derechos humanos, en República Dominicana es difícil encontrar prominentes abogados que defiendan víctimas pobres ante los poderosos. Esto es parte de la impunidad perenne que profundiza las injusticias y las desigualdades en esta tierra.